Tras las votaciones presidenciales en Chile, mucho se ha hablado de una “polarización” de la población en bloques supuestamente extremos, donde se enfrentaría un lado fundamentalista (Kast, abanderado del Frente Social Cristiano) con otro progresista (Boric, candidato de la alianza Apruebo Dignidad).
Sin embargo, no es necesario ni siquiera escarbar muy profundamente para darnos cuenta que, con un nivel de participación electoral de un 47,34%, dicho enfrentamiento es meramente ilusorio. Estamos frente a una disyuntiva que, si hilamos fino, es poco sana y poco real. Ni una ni otra alternativa tienen representatividad suficiente para sostener una legitimidad que permita gobernar de manera democrática.
De un universo de 14.959.945 de potenciales votantes, solo votó el 47,34%. Menos que el 49,36% de las presidenciales del 2013 y un poco más que el 46,72% de las del 2017.
En esta misma comparación, la gran expectativa que había con el plebiscito para la Convención Constitucional en octubre del 2020, que hacía preveer una masiva participación pese al contexto de pandemia, solo logró convocar a un 50,95%, la que incluso fue más alta que la elección de convencionales en mayo de 2021 (41,51%).
Chile no logra superar la franja del 50%, más de la mitad de la población habilitada para votar no lo hace. Desde que se instaló el año 2012 el sistema de inscripción automática y voto voluntario, las cifras de participación electoral no han salido de ese rango y eso es una preocupante señal de que el sistema democrático del país es extremadamente frágil, puesto que evidencia que los gobiernos de turno solo tienen un apoyo del 25% de la población, cifra que habla claramente de una representación que es mas bien un espejismo, sobre todo teniendo en cuenta que el conservador modelo presidencialista que ha caracterizado al sistema chileno, solventa su continuidad en un supuesto apoyo popular hacia la primera magistratura, hecho que los datos duros desploman de manera contundente.
Tras el estallido social del 2019 y el posterior proceso constituyente, lo que más exigía el mundo popular, era la auto representación, espacio vacío que no estaban llenando los partidos políticos desde hacía bastante tiempo y que parecía explicar de gran manera la baja participación en las últimas elecciones. Esta necesidad de elegir representantes fuera del círculo de elite, se vio reflejada en la aparición en el ruedo político de dos actores emergentes con características inéditas: Una de ellas es Fabiola Campillai, dirigente social, que fue electa senadora con primera mayoría en todo el país, solo con patrocinios independientes, la mayoría de ciudadanos/as que lo hicieron en el anonimato y online, sin apoyo de ningún partido ni coalición política, pero con el testimonio en el cuerpo de ser el caso emblemático de la violencia estatal, tras haber quedado ciega luego de que agentes de la policía chilena le lanzaran una bomba lacrimógena durante una manifestación del estallido social, mientras ella se dirigía a su trabajo.
El otro actor mencionado es Franco Parisi, candidato presidencial que fue tercera preferencia con un 13%, economista, 54 años, quien no vive en Chile, no visitó el país en toda su campaña, no vino a votar debido a un diagnóstico de Covid19 y quien además posee reconocidas demandas por estafa, lavado de dinero y pensión de alimentos, irrumpe en el escenario con un discurso anti políticos, enarbolando el concepto de “democracia digital” y posicionando la libertad financiera como una herramienta anti sistema.
Ambos actores emergieron fuertemente con argumentos de peso contra el sistema político imperante, contra la corrupción de las instituciones, el abuso económico de las elites y el silencio de todos los sectores del arco político. Si sumamos la alta abstención, más los significativos apoyos a ambas candidaturas, podemos constatar que hay un universo mayor al 50% que desaprueba las cosas como se están haciendo, que se organiza de una manera diferente a la que proponen las candidaturas que dicen representar a las mayorías y que los medios de comunicación, han posicionado como bloques contrapuestos y en pugna.
Hay un imaginario en crisis que ya no se sostiene, la democracia ha cambiado sus centros gravitatorios y no hay alternativas electorales que hayan sabido leer este cambio, pues este viene escribiéndose con otras narrativas.
Lo que muchos pensaban sería un triunfo para los sectores progresistas y revolucionarios, para quienes el estallido social y la constituyente eran propaganda segura, finalmente no fue tal y resultó una derrota: discursos activistas volátiles y agotados, una excesiva concentración en coyunturas electorales en lugar de propuestas integrales, el no hacerse cargo de temas que afectan al mundo popular como el tema de la seguridad ciudadana por miedo a ser tildados de fascistas y derechistas, pese a que hay una objetiva demanda por un uso discrecional de la fuerza pública en algunos casos que amenazan a un sector fuertemente golpeado por la crisis del 2020, una excesiva concentración en temas de corte liberal como las identidades personales por sobre las colectivas, el lenguaje y las formas (aquí hay una larga discusión sobre el tema de género y raza y el trato que se les ha dado a estos temas), el enarbolamiento de un discurso anti extractivista acérrimo sin dar propuestas concretas a la vez, a la estabilidad laboral que ofrecen las empresas extractivas, son algunos puntos frágiles que terminaron por quebrar la figura total.
Frente a ello, y aunque la dicotomía entre un candidato y otro no supere el 48 %, una avanzada anti democrática sí que es una amenaza real, en especial para el futuro del proceso constituyente, que ha sido fuente de tensiones entre las diversas fuerzas políticas del escenario actual.
De verse así, podemos decir que también el sistema presidencial se está volviendo una amenaza para la democracia, la escasa legitimidad, el exceso de negociación al que debería llegar un presidente electo en este escenario, el freno a las reformas por parte de un congreso donde la primera magistratura no tiene mayoría, también da cuenta de que la pugna electoral no termina en los resultados de las urnas.