Medio ambiente y democracia: desafíos para los próximos 40 años

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Marcha por el Agua en Arica, Chile (2013)

Al cumplirse cuarenta años del golpe de estado, el país atraviesa un momento caracterizado por cambios políticos importantes y numerosas movilizaciones sociales. Las diversas movilizaciones que hoy están presentes en Chile - el movimiento estudiantil, las demandas en salud, las demandas de las regiones y las demandas ambientales - tienen una característica común: la falta de confianza en el sistema político actual, la falta de credibilidad en que los políticos que han ostentado el poder sean capaces de realizar cambios reales, la frustración de muchos años de espera y la rabia acumulada con los gobiernos democráticos por haber permitido que se profundizara el modelo neoliberal.

El diagnóstico de las organizaciones ciudadanas y de la ciudadanía en general es que se requieren cambios profundos para realmente lograr soluciones que le permitan al país salir del estado en que se encuentra. No es una casualidad que haya surgido una demanda común en la mayoría de las movilizaciones sociales, pues sin importar el tema que origina un problema o una demanda, el análisis de cada situación nos lleva a comprender que la actual Constitución Política es la mayor piedra de tope para promover cambios significativos.

Esto no es nuevo; desde hace unos quince años las organizaciones ambientales han señalado que se requieren cambios constitucionales importantes en relación a la protección de los bienes comunes, al patrimonio natural y para regular la propiedad de los derechos de agua y concesiones mineras, cuestión que no había cobrado fuerza hasta ahora. En su esencia, estos cambios estructurales buscan poner fin al principio de subsidiaridad del Estado, que ha traspasado parte importante de la gestión pública a los privados y a las “señales” del mercado, permitiendo el desarrollo del modelo neoliberal nacido en dictadura e imperante en el país hasta hoy, ya que los gobiernos democráticos que se suceden a partir del año 1990 no realizaron cambios significativos al sistema, sino más bien administraron y consolidaron el sistema neoliberal.
 

Medio ambiente al servicio del crecimiento

La promulgación de la primera ley ambiental del país, en el año 1994, no generó grandes cambios en relación a la protección del patrimonio natural. En la práctica, la regulación fue hecha para administrar el sistema de calificación ambiental de proyectos, es decir, el proceso para obtener un permiso ambiental. Pero en lo concreto el sistema es injusto, pues no garantiza la igualdad ante la ley. Esto rápidamente hizo emerger conflictos ambientales o socioambientales, que se incrementan con el correr de los años. Las razones de fondo que se evidencian al analizar los conflictos, se pueden resumir en que esta regulación no es capaz garantizar efectivamente lo establecido en la Constitución: que toda persona tiene derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación; tampoco es capaz de garantizar una protección mínima de los recursos naturales y de los ecosistemas, debido a la fuerza y la mayor jerarquía que tienen las leyes sectoriales.

Más aún, el rol de los gobiernos ha sido frenar iniciativas orientadas a desarrollar e implementar regulaciones ambientales y de protección de la naturaleza o de los recursos naturales más exigentes. Como consecuencia, en Chile son las empresas las que deciden cómo, cuándo, dónde y con qué tecnología desarrollan sus proyectos, y para ello sólo deben pasar por un proceso de calificación ambiental poco riguroso, cuyo propósito es permitir el desarrollo de los proyectos de inversión. Esto significa poner el medio ambiente al servicio del crecimiento económico. Así lo expresó un triministro de economía, minería y energía durante el gobierno del socialista Ricardo Lagos, al señalar que: “creemos que el medio ambiente es un medio, no un fin. En la medida en que lo transformemos somos capaces de progresar, de conquistar nuevos territorios” y luego añadió: “Si hubiese habido organizaciones ecologistas cuando salió Colón, no nos hubieran descubierto nunca. Más del 20% de la población vive bajo la línea de pobreza, por lo tanto, tenemos que fomentar que haya actividad económica nueva, a fin de poder darle trabajo digno, después nos preocupamos de los pajaritos y los arbolitos”.

Dentro de esta frase se encuentra uno de los ejes de los gobiernos “progresistas” que se han sucedido en el país: el crecimiento económico es la única forma de reducir la pobreza, y por lo tanto, la limitación a la actividad económica atenta contra esa batalla. De ahí la preocupación de que nuevas regulaciones ambientales detengan la iniciativa privada.
 

Deficiencias democráticas

Aun cuando la frase anterior es un caso extremo de honestidad política, lo cierto que la regulación ambiental chilena tiene déficits que en la práctica limitan la capacidad de que la ciudadanía ejerza democráticamente su derecho a aceptar o rechazar actividades productivas. El espacio para los ciudadanos en la ley ambiental es mínimo: La participación ciudadana consagrada en la ley ambiental es meramente consultiva y, por tanto, es imposible para la ciudadanía incidir sobre el destino de un proyecto específico, lo que genera frustración y sensación de impotencia y rabia.

Lo mismo ocurre con la aplicación del Convenio N°169 de la OIT: Los 17 años que demoró su aprobación, desde que fuera presentada en 1991 hasta ser finalmente aprobada en 2008, dan cuenta de lo difícil que ha sido incorporar en la legislación nacional la consulta previa, libre e informada a los pueblos indígenas, que en la práctica no tiene carácter vinculante, lo que ha hecho que esta normativa, tal como lo señala el abogado Jorge Contesse, sea en una “pieza de museo: importante para conocer de dónde venimos, qué ha pasado y cuántas voluntades se comprometieron, pero de escasa utilidad práctica”.

Pero además de las dificultades normativas, la institucionalidad chilena presenta deficiencias respecto de la autonomía en la toma de decisiones: el desarrollo e implementación de proyectos públicos y privados es posible gracias a que las autoridades locales que aprueban o rechazan un proyecto son funcionarios de confianza del Presidente de la República, lo que implica que el lobby opera a nivel de las más altas autoridades. Por si ello fuera poco, no hay planes territoriales que tengan fuerza legal para oponerse al desarrollo de un proyecto específico. A esto se suma que Chile no cuenta con un conjunto de leyes que aseguren la permanencia y calidad de bienes comunes como biodiversidad (de ecosistemas, especies y genes) y aguas (terrestres y marinas). Entre la carencia de regulaciones con rango de ley se puede mencionar el ordenamiento territorial, protección de la naturaleza o protección de la biodiversidad, protección de suelos, protección de glaciares y recursos hídricos.

Por si todo esto fuera poco, las concesiones mineras y eléctricas, así como los derechos de agua, se entregan a privados a perpetuidad. Como contrapartida, las capacidades de fiscalización en diversos ámbitos por parte de los organismos del Estado son casi nulas, lo que permite que se destruyan y/o contaminen ecosistemas, se extraigan y exploten recursos naturales hasta extinguirlos y que se perpetúe un modelo de desarrollo basado en la extracción y exportación de recursos naturales que privatizan las ganancias y socializan las pérdidas. Estas deficiencias han llevado a que la ciudadanía busque otros caminos para detener proyectos productivos.

La movilización social es la expresión más visible de estos mecanismos; pero la más eficiente ha sido, sin duda, la judicialización de los proyectos. Ante las dificultades de obtener respuestas del poder ejecutivo, las comunidades sólo han logrado detener proyectos en tribunales. Aun cuando esta es una vía legitima, no es la ideal, porque en un país con grandes desigualdades como Chile, el acceso a la justicia también es desigual, en términos de costos. Además, es una herramienta que poco a poco irá agotando su eficiencia, porque los gobiernos han respondido a la judicialización, mediante nuevas normativas que buscan agilizar la aprobación de inversiones mediante fast-track, como ocurre en la legislación eléctrica, recientemente aprobada. El mecanismo de agilización de proyectos se hizo explícito con la creación del Comité de Agilización de Inversiones con el objetivo, de “asesorar al Presidente de la República en la ejecución de las políticas públicas para la agilización de proyectos de inversión y servir de instancia de coordinación entre los distintos órganos del Estado vinculados a dicha materia”. Lo que se complementa con el hecho de que incluso a veces los proyectos son catalogados por autoridades políticas y funcionarios públicos como proyectos de “interés país”, transformándose el Estado en socio de estos proyectos, con lo que deja de lado su neutralidad (consagrada en el principio de subsidiaridad) y valida e incluso toma a priori una posición favorable sobre un proyecto determinado, lo que se ve agravado por un sistema de evaluación ambiental poco riguroso.
 

Desafíos futuros

En un momento en que se conmemoran 40 años del golpe de Estado, Chile debe asumir numerosos desafíos en materia ambiental. Como hemos señalado, la política ambiental chilena está regida por una ley poco exigente, que no es capaz de establecer resguardos hacia las personas y la naturaleza, donde existe un tratamiento desigual, que favorece a las empresas en desmedro de las entre personas. El sistema imperante ha consolidado un modelo neoliberal exacerbado que se caracteriza por reducir al extremo el rol del Estado y fomentar e incluso subsidiar a privados, promoviendo la extracción de recursos naturales sin internalizar costos ambientales ni sociales.

En consecuencia, los cambios que deben ocurrir son profundos y pasan por una reforma a la Constitución, y una revisión y actualización de toda la legislación, a la que se le deben incorporar parámetros ambientales y de protección de la naturaleza; además, es necesario establecer nuevas regulaciones que permitan gestionar y proteger bienes comunes.

Pero sin duda, el tema de fondo es plantearse un camino de mediano plazo que posibilite a nuestro país pasar de un modelo neoliberal extractivista, en el que la minería del cobre está al centro de la economía, hacia un modelo de desarrollo en el que el Estado tenga un rol más relevante y sea capaz de regular, gestionar y fiscalizar. Así, termine con una concentración económica tan fuerte que permite que pocos grupos económicos manejen el país, y por el contrario se diversifique la producción en distintos rubros con el propósito de abastecer mercados internos y/o regionales. Es necesario que la concentración de la producción basada en la extracción y exportación de recursos naturales con bajo nivel de procesamiento (minería, pesca, forestal) de paso a un modelo de sociedad que valore a las personas, los ecosistemas, las economías locales, diversifique la economía y promueva el desarrollo local para mercados locales y regionales.

Esto no es una tarea fácil. Se requiere luchar contra los falsos beneficios que genera el actual modelo; no se trata de producir más cobre para financiar la educación para seguir produciendo más cobre. No se trata de incrementar la capacidad de consumo de las personas. El desafío consiste en avanzar hacia una profunda reforma política y social, en la que el resguardo a las personas, bienes comunes y naturaleza sea comprendido e incorporado, y deje de ser un tema que se aborda como una obligación para tranquilizar a ciertos sectores o frenar el descontento social.