La experiencia internacional muestra que los modelos de desarrollo más resilientes combinan un Estado con capacidades estratégicas, un sector privado orientado a la innovación y una sociedad civil activa, informada y con poder de incidencia.

Estrategias de Desarrollo
En el campo del desarrollo económico, existen tres grandes líneas estratégicas las cuales han marcado el debate teórico y la implementación de políticas a lo largo de la historia económica reciente: el Big Push (gran empuje), la estrategia sector-led (sector tractor) y el enfoque de clusters productivos. Estas estrategias comparten el objetivo de transformar la estructura productiva de los países para converger a la frontera tecnológica internacional, pero difieren en su lógica de acción, sus supuestos sobre coordinación y sus requerimientos institucionales.
La estrategia del Big Push, formalizada por Rosenstein-Rodan en 1943, parte de la idea de que los países en desarrollo enfrentan una trampa de bajos ingresos debido a la falta de demanda efectiva y de complementariedades entre sectores. Para superarla, propone una intervención masiva y simultánea a lo ancho de la economía, de modo que las inversiones se refuercen mutuamente y se genere un círculo virtuoso de crecimiento. Este enfoque requiere altos niveles de coordinación, lo que en la práctica suele traducirse en una fuerte presencia del Estado como planificador, articulador y ejecutor. Ejemplos históricos de esta estrategia pueden observarse en la industrialización centralmente planificada de la Unión Soviética, las reformas estructurales chinas post-1978 y el proceso de apertura gradual pero planificada en Vietnam bajo el Doi Moi. La viabilidad de estos procesos ha estado asociada a configuraciones estatales con autoridad política, capacidad técnica y cohesión institucional suficientes para definir un horizonte estratégico de desarrollo, concentrar recursos y mantener el curso de la transformación productiva durante períodos prolongados.
Por su parte, el enfoque sector-led, asociado a la obra de Hirschman (The Strategy of Economic Development, 1958), parte de una lógica de focalización estratégica. En lugar de intervenir simultáneamente en toda la economía, esta estrategia propone priorizar el desarrollo de uno o pocos sectores con alto potencial de encadenamiento hacia adelante y hacia atrás, que funcionen como drivers estructurales del crecimiento. Estos sectores —al operar como tractores del aparato productivo— dinamizan actividades complementarias mediante la demanda de insumos, servicios especializados y tecnología. Un caso paradigmático es el del sector automotriz alemán, el cual ha demostrado una enorme capacidad de arrastre sobre industrias como la siderurgia, la química, la electrónica, la ingeniería de precisión y la logística. Esta trayectoria sector-led ha sido posible gracias a una coordinación efectiva entre grandes empresas, redes de proveedores medianos especializados, centros de formación técnica, sindicatos y políticas públicas orientadas a sostener la competitividad industrial. Otros ejemplos históricos incluyen los chaebols en Corea del Sur o el sector manufacturero japonés de posguerra. En este enfoque, el liderazgo puede recaer tanto en el Estado como en conglomerados privados o en alianzas público-privadas, según la configuración institucional y política de cada país.
Finalmente, la estrategia de clusters productivos, desarrollada por Michael Porter en The Competitive Advantage of Nations (1990), plantea que la innovación y la productividad surgen de la concentración territorial de empresas e instituciones que colaboran y compiten en un entorno compartido. Este enfoque se aleja de la planificación centralizada o la focalización sectorial, y pone el acento en las sinergias generadas por la proximidad geográfica y la acción colectiva. El rol del Estado es principalmente el de facilitador: provee infraestructura, regula, coordina y crea condiciones habilitantes, pero no dirige directamente la producción. Ejemplos destacados de este enfoque incluyen Silicon Valley (EE.UU.), Emilia-Romagna (Italia) y los clusters agroindustriales de alta tecnología en los Países Bajos.
Cabe señalar que estas estrategias no determinan de manera unívoca quién debe liderar el proceso de transformación económica; la clásica dicotomía entre Estado y mercado. Tampoco hay estrategias puras, muchas veces los países aplican más de una estrategia al mismo tiempo, o cambian de estrategia en el tiempo. Por ejemplo, China representa un modelo híbrido: aunque su estrategia ha estado dominada por el Big Push y, más recientemente, por un enfoque sector-led centrado en manufacturas avanzadas, también ha desarrollado clústeres productivos—como la región de Shenzhen—, combinando planificación nacional, un sector tractor y dinámicas locales de especialización e innovación.
¿En qué está actualmente Chile?
Chile está en una etapa claramente intermedia de desarrollo productivo, marcada por la coexistencia de sectores exportadores tradicionales —principalmente minería y agroindustria— que mantienen un peso estructural significativo, pero que no logran articularse con el resto de la economía para generar encadenamientos productivos robustos ni diversificación significativa. La presencia de clusters productivos, como los asociados a la minería en Antofagasta o al agroexportador en el Valle Central, muestra avances fragmentados y limitados a nichos específicos, sin un verdadero impacto sistémico ni escalabilidad regional o sectorial.
Existe una débil capacidad para diseñar y ejecutar políticas de desarrollo productivo que articulen efectivamente a los actores, con una coordinación interinstitucional que trascienda programas aislados. Esto se traduce en una insuficiente generación de externalidades positivas y un bajo desarrollo de capacidades tecnológicas propias, factor clave para romper la dependencia en la exportación de commodities y avanzar hacia actividades de mayor complejidad y valor agregado.
La inversión en innovación tecnológica sigue siendo marginal —en torno a 0,3-0,4% del PIB versus un 2,7% promedio de la OCDE—, lo que dificulta la consolidación de cadenas de valor que eleven la productividad. A esto se suma la escasa integración entre empresas grandes y pequeñas, así como la desconexión entre el sistema de formación técnica y las necesidades reales del mercado productivo.
Un Nuevo Modelo de Desarrollo para Chile
Esta propuesta es una estrategia, con orientación sector-led, destinada a armonizar la eficiencia económica, la justicia social y el patrimonio ambiental de Chile. Busca diversificar la base productiva, agregando valor y generando empleos productivos, al mismo tiempo que impulsa sectores estratégicos vinculados a la transición energética y la conservación ambiental. Chile cuenta con condiciones únicas, como su capacidad para producir energía renovable de forma altamente competitiva a lo largo de su territorio, y su riqueza y variabilidad ecosistémica y de recursos.
La implementación de esta estrategia depende fundamentalmente del diseño e implementación de incentivos económicos que promuevan la transformación estructural del sistema productivo. En este marco, la transición energética justa constituye el componente central, equivalente en impacto a la mejora durante los 90’s de infraestructura y logística para la exportación. Las inversiones en obras públicas continúan siendo un factor crítico para articular y potenciar los efectos de esta transición.
Desde un enfoque económico, el sector energético se caracteriza por su rol como insumo intermedio transversal con alto grado de encadenamiento hacia adelante. Esto genera externalidades positivas significativas a lo largo de la cadena productiva. Esta condición le confiere un efecto tractor sobre diversos sectores, incrementando su capacidad para inducir cambios estructurales en la economía.
La energía solar y eólica permite reducir la dependencia de combustibles fósiles importados y mitigar la vulnerabilidad macroeconómica frente a shocks externos. La expansión de la capacidad instalada en generación renovable, almacenamiento e infraestructura energética contribuiría a la reducción de los costos marginales de producción eléctrica y a la liberación de recursos fiscales actualmente destinados a subsidios a combustibles fósiles. Para que estos beneficios se reflejen en toda la economía, es clave renegociar contratos heredados, modernizar la red eléctrica e impulsar una regulación más transparente y participativa, que asegure una reducción sostenida de las tarifas en el tiempo.
A nivel microeconómico, la disponibilidad de energía eléctrica con costos competitivos, estabilidad y predictibilidad fortalece la modernización tecnológica de los procesos productivos. Reduce los costos operativos asociados a maquinaria y equipos, mejora los márgenes de rentabilidad y facilita la electrificación de procesos industriales y transporte. Estos factores contribuyen a un aumento en la dotación de capital físico por trabajador, incrementando así la productividad. De forma agregada, estos efectos impulsan la inversión productiva, fortalecen los encadenamientos locales y promueven la diversificación y sofisticación de la matriz productiva nacional.
El capital natural —entendido como el conjunto de recursos y procesos naturales que sustentan la vida y la economía, cuyos límites biofísicos condicionan el crecimiento y cuya degradación genera costos sociales y ambientales— constituye la base indispensable para el desarrollo económico y el bienestar social de Chile. La estructura exportadora del país ha estado históricamente concentrada en su dotación natural como minerales, productos forestales, acuicultura y agroexportaciones. Sin embargo, la creciente intensidad en el uso de bienes ambientales y territoriales ha incrementado los costos marginales de extracción y operación, desacelerando la tasa de crecimiento de la economía. Esta realidad evidencia que el crecimiento basado en la explotación intensiva de recursos naturales no es lineal, y que la degradación o sobreexplotación del capital natural reduce la capacidad del sistema productivo para mantener niveles crecientes de output con los mismos insumos.
La internalización de los costos ambientales mediante instrumentos económicos y mecanismos de comando y control —basados en el principio de “quien contamina, paga”—, junto con el fortalecimiento de la institucionalidad ambiental, constituye una condición necesaria para orientar las decisiones productivas hacia la sostenibilidad y promover la resiliencia ecológica. El país enfrenta siete de las nueve vulnerabilidades climáticas globales, lo que hace imprescindible fortalecer la capacidad de adaptación para reducir impactos sociales y ambientales.
La experiencia internacional muestra que los modelos de desarrollo más resilientes combinan un Estado con capacidades estratégicas, un sector privado orientado a la innovación y una sociedad civil activa, informada y con poder de incidencia. Esta propuesta requiere instituciones legítimas que garanticen equidad en el acceso a recursos, transparencia y mecanismos de gobernanza colectiva capaces de gestionar bienes comunes bajo principios de corresponsabilidad, precaución, participación y sostenibilidad.
Por ejemplo, los países escandinavos representan algunos de los modelos más exitosos de desarrollo contemporáneo porque han logrado articular altos niveles de bienestar social, cohesión territorial y sostenibilidad ambiental. Su éxito no radica únicamente en su capacidad de crecimiento económico, sino en haber consolidado políticas sociales robustas, instituciones transparentes y una alta participación ciudadana.
Experiencias como las de Canadá, Nueva Zelanda o Costa Rica demuestran que la conservación activa no solo es compatible con el crecimiento, sino que genera condiciones de estabilidad económica y social. A través de la valorización de servicios ecosistémicos y el fortalecimiento de la resiliencia territorial, estos países han logrado construir ventajas comparativas dinámicas, basadas en una gestión estratégica que potencia sus bienes naturales y los transforma en drivers del desarrollo.
La convergencia entre economía y ecología es una exigencia racional para la viabilidad del desarrollo. Para Chile, esto implica definir su estrategia no solo como una expansión cuantitativa, sino como una transformación basada en la acumulación de capacidades tecnológicas, humanas, y de gestión y restauración ecosistémica. En este contexto, la sostenibilidad no representa una restricción, sino un marco lógico para avanzar hacia una estrategia de desarrollo que armonice crecimiento económico, justicia social y sostenibilidad ecológica.