A pesar de contar con un marco legal ambiental, Chile ha tenido dificultades para implementar políticas coherentes y transversales. La legislación es fragmentada y reactiva, lo que limita la capacidad de enfrentar desafíos como la crisis climática o la gestión de pasivos ambientales. Esto genera desconfianza en las comunidades, judicialización de proyectos y una incertidumbre jurídica que afecta la inversión.

El éxito de un gobierno suele medirse por el crecimiento del PIB, un indicador que refleja la expansión económica, pero que no captura la capacidad del país para transformarse. Una estrategia de desarrollo implica construir instituciones –las reglas del juego– que orienten la inversión hacia sectores estratégicos, fomenten encadenamientos productivos, fortalezcan las capacidades tecnológicas y productivas, y garanticen la gestión sostenible de los recursos naturales. El verdadero desafío del desarrollo es asegurar que el crecimiento económico se traduzca en bienestar social, al mismo tiempo que se protege el medio ambiente y se generan beneficios reales y duraderos para toda la sociedad.
El problema es que Chile arrastra décadas de path dependence: una trayectoria de desarrollo basada en la explotación intensiva de recursos naturales que ha consolidado un lock-in productivo. Este “encierro” en actividades primarias —minería, agroindustria, pesca, explotación forestal— reduce la capacidad de diversificar, debilita los encadenamientos productivos y perpetúa la dependencia tecnológica. Como señaló el economista Joseph Schumpeter, reconocido por sus estudios sobre innovación y desarrollo económico, el crecimiento surge de procesos de “destrucción creativa”, donde sectores obsoletos son desplazados por nuevas combinaciones productivas más innovadoras. Pero cuando la estructura institucional y económica se aferra al pasado, esa destrucción creativa se bloquea y lo nuevo no logra nacer.
La inversión, en este contexto, es la herramienta clave para romper con el encierro. Cada decisión de inversión define no solo industrias y empleos, sino también un régimen competitivo y una trayectoria tecnológica que abre o cierra posibilidades futuras. Luego de un periodo de crecimiento acelerado de productividad, PIB y empleo, la experiencia chilena muestra que esta dinámica no se mantiene automáticamente: desde finales de la década de 1990, particularmente tras la crisis asiática de 1997-1998, la productividad comenzó a decaer, tendencia que se acentuó desde 2005, cuando los índices prácticamente se estancaron.
Este estancamiento no es coyuntural, sino estructural. En 2024, la productividad en Chile varió entre un -0,2% y 0,1%, dependiendo del ajuste metodológico utilizado, lo que mantiene la tendencia descendente de los últimos 15 años. En comercio exterior la tendencia es similar: entre 1990 y 2007, las exportaciones reales crecieron a un promedio anual del 8%, mientras que entre 2009 y 2023 ese crecimiento se redujo a apenas un 0,3%. Peor aún, entre 2013 y 2023 las exportaciones reales se contrajeron un 2%.
En suma, la economía chilena enfrenta un dilema: mientras la inversión se concentra en sostener actividades tradicionales de bajo dinamismo, la productividad y las exportaciones pierden fuerza, confirmando un lock-in productivo que limita las perspectivas de desarrollo.
La trayectoria de Chile basada en recursos naturales muestra señales de agotamiento. El cobre, principal producto de exportación, ha visto caer su ley mineral de 1,2% en los años noventa a 0,7% en 2022, lo que obliga a usar más insumos, agua y energía para mantener los mismos niveles de producción. Algo similar ocurre en sectores como la salmonicultura, la silvicultura y la agroindustria, donde el uso intensivo de recursos ha generado conflictos territoriales y costos crecientes.
Estas industrias han alcanzado una etapa de madurez que se traduce en rendimientos decrecientes. La consecuencia es doble: menor competitividad internacional y mayor costo de sostener el modelo. Esto exige un giro: la inversión debe pasar de la extracción de recursos a la agregación de valor.
Un ejemplo ilustrativo lo aporta la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad, que ha destacado la importancia de los proveedores tecnológicos intermedios en la minería del cobre. Su capacidad de innovar en logística, procesos y eficiencia energética no solo mejora la competitividad del sector, sino que también crea nuevas capacidades empresariales locales. Dicho de manera simple, se trata de formar una “clase media empresarial” que permita diversificar y sofisticar la economía.
A pesar de contar con un marco legal ambiental, Chile ha tenido dificultades para implementar políticas coherentes y transversales. La legislación es fragmentada y reactiva, lo que limita la capacidad de enfrentar desafíos como la crisis climática o la gestión de pasivos ambientales. Esto genera desconfianza en las comunidades, judicialización de proyectos y una incertidumbre jurídica que afecta la inversión.
El debate en torno a la “permisología” ha sido utilizado para culpar a las exigencias ambientales del bajo dinamismo inversor. Evidentemente es importante tener un Estado eficiente, pero no se puede resolver el tema simplemente flexibilizando permisos; la falta de claridad regulatoria y la débil capacidad institucional y de fiscalización generan incertidumbre y conflictos significativos. Lo que buscan los inversionistas no es menos regulación, sino reglas claras, predecibles y transparentes que reduzcan riesgos sociales y ambientales.
La certeza jurídica, por tanto, no significa aprobar rápido los proyectos, sino garantizar que estos estén alineados con una estrategia de desarrollo coherente, lo cual genera legitimidad. Estándares sociales y ambientales robustos, más que un obstáculo, constituyen una condición para atraer inversión productiva y sostenida en el tiempo.
Romper con el lock-in implica una política deliberada de inversión en sectores capaces de generar valor agregado, articular encadenamientos nacionales y cerrar brechas tecnológicas. Esto exige al menos cuatro condiciones:
1. Promover que la inversión extranjera contribuya a la transferencia de conocimiento, la participación de proveedores locales y el desarrollo de capital humano avanzado.
2. Impulsar sectores donde Chile pueda aprovechar sus ventajas comparativas dinámicas: biodiversidad para la bioeconomía, innovación en economía circular y potencial energético para energías renovables y su impacto en empresas y hogares, generando valor agregado y capacidades locales.
3. Garantizar la participación de los gobiernos regionales y de las comunidades en la orientación y toma de decisiones sobre inversiones y proyectos estratégicos.
4. Integrar la inversión en una visión territorial, mediante un ordenamiento que asegure el uso eficiente de recursos, reduzca conflictos y fortalezca la cohesión social.
Esto no es un debate sólo técnico, sino también político. La dirección de la inversión define quién gana y quién pierde en el proceso de transformación. Por eso, como señala la tradición schumpeteriana, la modernidad se construye a partir de procesos de destrucción creativa, donde el Estado debe facilitar que lo nuevo reemplace a lo viejo, en lugar de prolongar artificialmente sectores en declive.
El verdadero éxito de un gobierno no está en alcanzar un porcentaje de crecimiento en cuatro años, sino en su capacidad para destrabar el lock-in productivo y abrir un camino hacia una economía próspera, justa y sostenible. La inversión es la palanca central de esa transformación: define la estructura productiva, la inserción internacional y la calidad del desarrollo.
Chile enfrenta hoy una encrucijada: puede seguir atrapado en una trayectoria agotada, con rendimientos decrecientes y conflictos crecientes, o puede orientar su inversión hacia la construcción de nuevas capacidades que permitan dar el salto hacia un Nuevo Modelo de Desarrollo. Esa es la disputa política y económica que definirá el futuro del país.