En la era de la inmediatez, cinco años puede ser un parpadeo y una eternidad, al mismo tiempo.
Puede parecer poco tiempo porque vivimos entre notificaciones y breves destellos informativos que nos han acostumbrado a lo efímero y a sobrevalorar lo instantáneo. En esta vorágine tecnológica, un lustro (cinco años), se vuelve volátil, devorado por el deseo de lo nuevo y de lo inmediato.
A su vez, ese mismo lapso puede sentirse como algo lejano y perdido. Del Chile de la revuelta, tanto adherentes como adversarios al estallido, recuerdan el momento como algo profundamente intenso, catárquico y revolucionario, lo que contrasta drásticamente con el sentimiento de estancamiento y desidia política que lo continuó y que perdura hasta hoy. Aunque la esperanza de transformaciones profundas iluminó las calles y resonó en cada rincón del país, la realidad de los pocos avances concretos y el aparente retroceso en algunas áreas hace que aquellos días de movilización parezcan eco de un pasado aún más distante. Esto deja una sensación de tiempo alargado, donde el impulso transformador parece haberse diluido, intensificando la percepción de una brecha interminable entre el entonces y el ahora.
No me detendré a hablar de los dos procesos constituyentes fallidos, de eso mucha literatura habrá en este aniversario, sino en las narrativas que quedaron luego de que se apagaron las barricadas.
Hoy, los sentires de la población tienen una base en la histórica adhesión de los y las chilenas a la noción de estabilidad, la que se ha visto amenazada por el creciente endeudamiento, las dificultades para acceder a bienes básicos como vivienda, educación, salud, la inestabilidad laboral y la proliferación de delitos violentos como robos y atracos, que han puesto la mesura a la hora de votar y de opinar.
Se desean cambios, pero con gradualidad. Se desean cambios, pero no experimentos.
Según la Encuesta de Desarrollo Humano 2023[1], el 88% de la población desea un cambio en el país, con un 67% que busca transformar tanto el pasado como el presente. Un 21% preferiría volver a situaciones pasadas, priorizando la seguridad (29%) y la estabilidad económica (27%). Solo el 7% prefiere mantener el estado actual. A lo largo del tiempo, el deseo de cambio ha permanecido alto, con un 89% de respuestas similares en la encuesta de 2013.
En cuanto a la naturaleza del cambio, un 75% prefiere cambios profundos, especialmente entre las personas con mayor nivel educativo (79%) y los que se identifican con la izquierda (79%). La velocidad de los cambios es otro punto crucial; el 57% de la población opta por un enfoque gradual en lugar de un enfoque rápido (41%). Este deseo de gradualidad es más pronunciado entre hombres (61%) y personas de nivel socioeconómico alto (60%). Comparado con 2013, donde el 61% creía que los cambios debían ser inmediatos, este cambio de perspectiva podría reflejar una resignación ante la falta de resultados significativos tras el estallido social de 2019.
La batalla socio psicológica que hay que mirar
Una vez pasado el clímax de la revuelta del 2019, las cosas se calmaron, pero no volvieron a ser iguales, algo cambió en la arquitectura de las narrativas y no pocos sacaron provecho del descontento, el que por cierto, aún persiste.
Ciertos sectores de la derecha han conseguido cautivar a un número importante de la población apelando al concepto del sentido común en contraposición de lo refundacional y radical que parecía plantear la primera convención constitucional. Han capitalizado el escepticismo hacia las élites políticas, prometiendo combatir la corrupción, minimizando al Estado y promoviendo una gestión más eficiente.
Por otro lado, las izquierdas, tanto en sus formas tradicionales como renovadas, insisten en la urgencia de transformaciones sociales profundas que garanticen justicia y equidad. Sin embargo, estos llamados chocan con la resistencia de quienes los perciben como amenazas a libertades individuales o temen los costos inmediatos de tales cambios.
Esta contienda es, fundamentalmente, un fenómeno social y psicológico. Se libra no solo en las urnas y en los medios, sino también en el corazón y la mente de cada ciudadano y ciudadana. Las redes sociales amplifican estas divisiones, convirtiendo cada debate en una arena de combate ideológico. La cultura, el arte y la educación juegan roles críticos al moldear percepciones y actitudes colectivas. Es por eso que no pocos se han referido a este fenómeno, como “la batalla de las ideas”.
No es una idea nueva, el teórico marxista italiano Antonio Gramsci, desarrolló el concepto de "hegemonía cultural"[2], que se refiere a la capacidad de un grupo social para ejercer influencia y control sobre la cultura y las ideas de una sociedad. Gramsci argumentaba que las ideas y valores dominantes en una sociedad no solo se mantienen mediante coerción política y económica, sino también a través del consenso cultural. Para Gramsci, la "batalla de las ideas" implica desafiar y cambiar esta hegemonía mediante la creación de narrativas alternativas que promuevan valores diferentes, lo cual es crucial para cualquier proyecto político que pretenda transformaciones significativas.
Y toda esta batalla diaria no se libra en las calles ni en las barricadas, sino en la monotonía convulsa de la vida cotidiana. Al respecto, el filósofo coreano – alemán Byung-Chul Han, habla sobre cómo la sociedad actual, caracterizada por la digitalización y el individualismo, afecta las dinámicas políticas y sociales. Han critica la "sociedad del cansancio"[3] y la "sociedad del rendimiento," donde el exceso de positividad y productividad personal puede llevar a un aislamiento que desafía la construcción de narrativas comunes y colectivas.
Y que mejor dispositivo para modular estos discursos que el miedo. El miedo es una emoción política, que acrecienta el individualismo y comparte muchos valores con el neoliberalismo. El miedo en nuestra sociedad tiene forma amébica, se adapta al entorno para succionar la fuerza necesaria para materializar las transformaciones sociales.
En la encrucijada actual, donde las ideas se enfrentan con la misma intensidad que las barricadas incendiarias, surge la necesidad de construir un horizonte civilizatorio radicalmente nuevo. Las "barricadas de las ideas" deben ser entendidas como espacios de resistencia intelectual que desafían el avance de los fundamentalismos y la regresión cultural, configurando una nueva narrativa que abogue por la complejidad y la pluralidad.
Para ello, es fundamental reinventar nuestra forma de pensar y de actuar; esto implica cuestionar las certidumbres dogmáticas y abrirse a una epistemología dialógica, que ponga en valor las voces marginalizadas y las experiencias vivas. Fomentar espacios de diálogos transdisciplinarios, donde la filosofía, la ciencia y el arte encuentren un punto de convergencia. La educación se convierte así en un acto de resistencia; un llamado a cultivar no solo conocimientos, sino también valores de empatía, curiosidad y crítica.
En este sentido, es esencial posicionar el pensamiento crítico en todos los sectores, como una herramienta para combatir dichos fundamentalismos. Promover prácticas de análisis y reflexión que desmantelen las narrativas simplificadas y extremas, fomentando la tolerancia y la conciencia por sobre las pasiones sin bases razonables. La cultura como campo de batalla ideológico se debe activar, utilizando el arte y la creatividad como vehículos para desafiar el status quo y construir nuevas visiones de futuro.
Por último, el desafío reside en robustecer las colectividades, trascender las diferencias, hoy más que nunca se necesita solidaridad intelectual y social contra la exclusión y la violencia ideológica. Estas "barricadas de las ideas" deben guiar la búsqueda de un futuro civilizatorio en Chile, donde los avances se sostengan en el respeto mutuo y la riqueza de la diversidad, demostrando al mundo que las transformaciones son posibles.
[1] PNUD (2024). Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 2024. ¿Por qué nos cuesta cambiar?: conducir los cambios para un Desarrollo Humano Sostenible. Santiago de Chile.
[2] Gramsci, A. (1981). Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era.
[3] Han, B. C., Arregi, A. S., & Ciria, A. (2012). La sociedad del cansancio (p. 25). Barcelona: Herder.