En estos días se conmemoran cinco años del estallido social. Su recuerdo evoca uno de los mayores puntos de inflexión que la sociedad chilena ha debido enfrentar, desde fines del período dictatorial. Asimismo, evoca una serie de movilizaciones que se registraron en todo el país, incluyendo los lugares más recónditos, las que estuvieron marcadas por su alto grado de convocatoria y transversalidad desde el punto de vista social. Como contraparte, hubo también situaciones de violencia y saqueos a locales comerciales de las zonas céntricas de las principales ciudades. En varias ocasiones, las acciones de protesta derivaron en enfrentamientos con las fuerzas de orden, trayendo consigo un saldo de muertos en incidentes confusos, víctimas de daño ocular y diversas formas de apremio y de abuso policial.
La organización de la vida cotidiana se vio interrumpida en los días posteriores al 18 de octubre. En parte, por las restricciones que trajo consigo el estado de excepción constitucional decretado por el gobierno del presidente Sebastián Piñera. En parte también por la propia vorágine que impusieron las movilizaciones por cerca de un mes. Con el fin de contener la ola de protestas, durante la primera semana el gobierno anunció una serie de medidas que no tuvieron resonancia entre quienes se manifestaban. A casi un mes de iniciado el estallido, el día 15 de noviembre, el gobierno, en conjunto a los partidos del oficialismo y una parte de la oposición, decidieron suscribir el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. Con ello se le pretendió dar una salida política al estallido, al ofrecer la posibilidad de dar inicio a un proceso constituyente con miras a modificar la actual Constitución.
Pese a la amplitud del acuerdo, este develó un importante vacío en términos de la representación y un grave problema de legitimidad para el conjunto de la clase política. En efecto, se mantuvieron las protestas y movilizaciones, las que, pese a disminuir en términos de convocatoria, asumieron un carácter cada vez más violento y al mismo tiempo destructivo para la infraestructura pública y privada. Fue el inicio de la pandemia, y las medidas restrictivas adoptadas para poder enfrentarla, lo que pudo detener la contestación y protesta ciudadana.
Sabido es que el estallido fue el resultado de una diversidad de factores que configuraron una “crisis integral”, que decantó de manera explosiva a propósito de la decisión del gobierno de Piñera de subir el precio de los pasajes del Metro, en la Región Metropolitana. Los factores estuvieron relacionados con el aumento del costo de la vida, que venía afectando tanto a los sectores populares, como a las clases media, emergente y tradicional. Del mismo modo, influyeron otros aspectos relacionados con la desigualdad, el sobreendeudamiento, la precarización laboral y la sensación de abuso que se había arraigado en amplios sectores de la población.
Ante la ausencia der una oposición efectiva, capaz de canalizar el descontento y el malestar acumulado en la población, la ciudadanía asumió que la única alternativa posible eran la protesta y la acción directa manifestada en las calles. Desde el inicio del segundo gobierno de Piñera, quedó en evidencia el debilitamiento de los partidos de centro-izquierda, así como la fragmentación e imposibilidad de confluencia entre quienes conformaban la oposición. Esto explica la ausencia de conducción en las movilizaciones, así como el carácter anómico de la mayoría de las jornadas de protestas que se sucedieron hasta poco antes del confinamiento de la pandemia. Aún así, las críticas y las manifestaciones se dirigieron hacia el gobierno encabezado por el presidente Piñera.
La crisis que dio origen al estallido se ha venido agudizando en el transcurso de los últimos cinco años. Peor aún, a las situaciones que incidieron en el desencadenamiento del estallido, se han agregado los problemas de seguridad (dada la presencia de la criminalidad organizada), el fenómeno del narcotráfico y la crisis migratoria, que han puesto en evidencia las dificultades del Estado chileno para ejercer la soberanía en todo su territorio. De manera adicional, la corrupción se ha transformado en un fenómeno generalizado, que no se restringe solo a la condición y al comportamiento de los representantes de la élite, sino que se observa en diferentes ámbitos y sectores de la sociedad chilena. El panorama económico se presenta poco alentador y, desde la pandemia, a la actualidad, es notorio el aumento del sector informal debido a la incapacidad que se evidencia en materia de generación del empleo. Por ende, diversos estudios de opinión pública han venido mostrando una caída significativa del apoyo que durante los dos primeros meses tuvo el estallido social. En la actualidad predomina una visión negativa sobre ese evento, al mismo tiempo que se le atribuye haber contribuido al aumento de la violencia y de las acciones de tipo delictivas.
La crisis no logró ser revertida tras el inicio del actual gobierno, pese al ánimo refundacional que existía en una parte del actual oficialismo, y a la agenda de reformas estructurales que contemplaba su programa inicial. Por el hecho de carecer de mayoría en el Congreso Nacional, y estar conformado por dos coaliciones diferentes en términos ideológicos y programáticos, el gobierno tuvo que descartar con rapidez la posibilidad de avanzar en una agenda de reformas estructurales, tal como estaba contemplado en su programa inicial. A los problemas y desaciertos del actual gobierno, se añadieron, a partir del 4 de septiembre de 2022, el fracaso del primer y segundo proceso constituyente, lo que imposibilitó el reemplazo de la actual Constitución.
Entre los representantes de los partidos de la derecha y dirigentes del sector empresarial, hubo coincidencia en los días inmediatamente posteriores al estallido sobre la necesidad de introducir correcciones al modelo, reducir las desigualdades y tomar conciencia sobre la sensación de abuso existente en el grueso de la población. De ahí la disposición que tuvo la derecha en aceptar como principal solución el cambio constitucional. Sin embargo, a medida que se fue produciendo un alejamiento con la fecha del estallido, y tras el fracaso del primer proceso de cambio constitucional, la derecha se desdijo de su compromiso inicial. Así, ha ido generando una mayor distancia con el actual oficialismo, imposibilitando los acuerdos y ha optado por la defensa del statu quo.
No se observan alternativas claras para enfrentar la crisis, ni en actual oficialismo ni en sectores de la derecha. Al mismo tiempo, se van socavando las bases de la institucionalidad política y de la estatalidad en su conjunto. Con ello se ve imposibilitada la posibilidad de revertir la crisis en el mediano plazo.