Octubre chileno: el estallido de una idea insostenible

Cuando me propusieron reflexionar sobre el estallido social de Chile, me generó tanta emoción como cautela. Escribir sobre un proceso histórico semejante, y especialmente hacerlo desde Argentina, me desafiaba y motivaba por igual. Sin embargo, mi extranjería y el respeto por la construcción de identidades propias pesaban fuerte. Me pregunté cómo escribir lo ajeno, hasta que la pregunta viró hacia qué era lo ajeno, en realidad. Vi la Cordillera como pude verla desde el aire las veces que la sobrevolé: no como un muro, sino como un accidente que nos une, una columna vertebral que atraviesa el largo cuerpo de América Latina. Vi que esa columna puede no unir banderas, pero une a pueblos que aprenden y construyen una experiencia colectiva en todo el continente.

La tierra no se vende , marcha Fridays For future 2017

La experiencia que se puso en marcha el 18 de octubre de 2019 es patrimonio del pueblo chileno. Pero también es un hito histórico del que el planeta entero, y especialmente los latinoamericanos, tenemos que tomar nota. Porque no sólo explotó Chile, sino que comenzó a estallar el neoliberalismo. Lo que empezó a volar por el aire es una narrativa egoica y displicente que hace del yo —y de su patrimonio— una deidad invulnerable, cuyo sistema de dominación arrebata hasta el último trozo de tierra al servicio de la maximización de las ganancias que concentrará la clase más privilegiada. A un año de aquel estallido, la construcción de una nueva narrativa es un proceso colectivo del que todas y todos los habitantes del continente podemos, y debemos, hacernos parte.

De la imposición neoliberal a la crisis ecológica

Repasemos brevemente las últimas décadas. Los Chicago Boys, hijos de las teorías concebidas en 1947 en el Mont Pelerin por Friedrich von Hayek, Milton Friedman y una treintena de economistas, fueron los artífices del primer experimento neoliberal a gran escala ejecutado en el planeta, bajo la dictadura de Pinochet. Chile no fue un milagro, como dijo Friedman. Chile fue la zona de sacrificio de las élites globales. Su puja contra el modelo soviético —y luego, también, contra cualquier modelo redistributivo buscó culminar la idea, casi teológica, del nuevo objeto de adoración que suponía el mercado. Esta idea tuvo sus réplicas electorales en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, en los Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente. Así, tras la caída del muro de Berlín y el fortalecimiento del rol de organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional —encargados de difundir las políticas de ajuste estructural que hundieron al sur global en un neocolonialismo de la deuda y la austeridad— la predominancia del modelo económico nacido en un hotel suizo y experimentado a base de sangre y fuego en territorio chileno pretendía asentarse como una realidad indiscutible.

A partir de la repetición del discurso meritocrático y la promoción de mercado como factor de equilibrio de toda relación tanto humana como natural, se reprodujo durante décadas que Chile era un modelo de estabilidad y prosperidad. Era el ejemplo a seguir. Argentina había iniciado un camino de endeudamiento y primarización de su economía profundos bajo la dictadura cívico-militar encabezada por Jorge Rafael Videla en 1976, pero retomó esas políticas en su forma democrática bajo el gobierno de Carlos Menem (1989-1999). Nuevamente se promovía una supuesta estabilidad que terminaría colapsando a inicios del nuevo milenio. Chile se había convertido también en un exportador de neoliberalismo. ¿Pero qué ocultaba esa superficial capa de estabilidad macroeconómica? En primer lugar, y a todas las luces, una de las principales consecuencias del orden global en América Latina: la mayor desigualdad del planeta.

En el caso de Chile, el 1 por ciento más rico se queda con el 26% de la riqueza, según datos de la CEPAL.[1] Al mismo tiempo, el 66 por ciento de la población más pobre concentra sólo el 2,1% del capital. De acuerdo a la encuesta Casen que realiza el ministerio de Desarrollo Social, la brecha entre los que más tienen y los que menos es de treinta y nueve veces. Detrás de esta desigualdad que no es exclusiva de Chile, sino que refleja una realidad en todo el continente, se esconde una matriz colonial de desarrollo que, desde hace cinco siglos, penetró el ideario latinoamericano sin importar su color político: un extractivismo feroz.

Para dimensionar el saqueo histórico, entre el siglo XVI y el XIX se embarcaron cien millones de kilos de plata desde Sudamérica hacia Europa. Según cálculos del antropólogo Jason Hickel, si el mineral se hubiera invertido en 1800 a una tasa de interés del 5%, hoy supondrían unos 165 billones de dólares, el doble de la economía mundial actual. ¿Cuánto le quedó a la región? Según los datos de la CEPAL y del Banco Mundial, el PBI de América Latina y el Caribe participó en un 6,57% del total global de 2019. La tensión entre ambiente y desarrollo parece aquí encontrar, al menos, un punto central en su desmitificación: el extractivismo no garantiza desarrollo económico ni, mucho menos, inclusión.

El rol de la economía chilena como exportadora de materia prima —en particular de cobre— al mercado global, primarizó fuertemente su matriz productiva. Al mismo tiempo, tanto las compañías transnacionales como las élites vernáculas acumulaban las ganancias derivadas de ese modelo de producción que avanzaba sobre los ecosistemas sin garantizar una mayor distribución de la renta. Así lo hicieron también muchas otras economías de la región, basando el crecimiento de su PBI —una métrica que debemos empezar a cuestionar, dada su ineficacia para diseminar equidad y su evidente incentivo a la destrucción de la naturaleza— en la extracción y exportación de materia prima. Es el caso del carbón y el petróleo en Colombia, o de la soja transgénica en el caso argentino, por poner algunos ejemplos. Incluso el boom de las commodities de la década pasada logró reducir la pobreza, pero no la desigualdad. La relación dialéctica entre el hombre y la naturaleza, así como entre el norte y el sur global, empezó a desnudarse como lo que realmente es: desigual e insostenible.

¿Qué expone esa relación de dominación e individualismo que refleja este modelo de desarrollo y distribución? Este ideal encarna una terminación exacerbada de un raudo capitalismo global que nos exige someter el territorio latinoamericano al extractivismo para sostener los engranajes globales en funcionamiento. Hasta que no pongamos en duda este paradigma, la crisis ecológica y social promoverá, cada vez con mayor intensidad, los caldos de cultivo para estallidos populares como el de hace un año. Porque incluso más allá de la idea neoliberal, la mayoría de los progresismos de la región siguen sin realizar una actualización política acorde a los tiempos que corren y perpetúan así un modelo de colonización económica y territorial que impide un desarrollo pleno y con justicia social para todas y todos. El hartazgo que el pueblo chileno supo traducir en acción es una lección clara de que, cuando no existen siquiera válvulas de escape, la revolución está a la orden del día.

Resistencias en la globalización del descontento

La pandemia del COVID-19 impidió, quizás, la culminación del estallido social como movimiento revolucionario (tal vez sólo lo haya demorado). Sin embargo, paralela al alzamiento popular, esta pandemia de origen zoonótico fue un estallido natural, que respondió al mismo modelo de producción que destruye la biodiversidad y arrasa ecosistemas con el único fin de maximizar las ganancias. El pueblo chileno demostró humanamente lo que en lo natural se terminó por demostrar insostenible. Sin embargo, se hermanó también con otros movimientos que, alrededor del mundo, agitaron las estructuras del individualismo y la austeridad, y politizaron la búsqueda de soluciones ante la crisis ecológica.

En un artículo de 2018 publicado en Critical Social Policy, las investigadoras Armine Ishkanian y Glasius Marlies analizaron distintas formas de resistencia al neoliberalismo a partir de movimientos en Londres, El Cairo y Atenas.[2] En sus conclusiones, las autoras identificaron una expresión de enojo que reflejó preocupaciones crecientes sobre la falta de democracia, justicia social y dignidad, así como “un punto de quiebre en la globalización del descontento”. Las autoras revelan que, para muchos investigadores, la sociedad civil —y en específico los movimientos sociales— tienen un importante rol que jugar en la articulación de las resistencias a las políticas neoliberales. Sin embargo, notan que la heterogeneidad de estos movimientos no encarna, exclusivamente, una cohesión antineoliberal, sino más bien puntos diversos de ruptura y antagonismo[3]. Esto presenta un desafío para la sostenibilidad de estos movimientos que requieren de una articulación permanente aún en las disidencias ideológicas. Al mismo tiempo, creo que esta situación presenta una oportunidad en la construcción de alternativas transversales que incorporen nuevos límites como los visibilizados por la crisis ecológica y climática. Esto supone pensar políticas vinculadas no sólo a la administración de los medios de producción, sino a los medios de producción en sí mismos, y a la promoción de políticas redistributivas por sobre las meramente desarrollistas.

Lo que quedó en evidencia es que el estallido social en Chile trascendió los nichos más involucrados de la sociedad civil y llegó, en forma icónica, a esa vecina que, desde su puerta, gritaba a los Carabineros: “desclasaos, desclasaos, les pegai a los de tu clase”. Así como la idea de la resistencia atravesó una gran parte de la sociedad, la reacción del gobierno de Piñera hablando de una guerra y declarando el toque de queda que avaló sistemáticas violaciones de los derechos humanos por parte de los Carabineros[4], estaría a tono con lo que unos meses antes había sido la asunción del exmilitar de corte fascista Jair Bolsonaro como presidente de Brasil, y un mes más tarde sería el golpe de Estado a Evo Morales en Bolivia. La idea de sostener el orden establecido con sangre y fuego volvía a cobrar fuerza en América Latina. Aunque, esta vez, encontraría resistencia.

La reconstrucción popular

¿Qué apuntes podemos tomar entonces de aquel estallido que está a punto de dar un paso fundacional en sus conquistas? La revolución de los cabros[5], como la bautizó el escritor Cristian Alarcón, puso en evidencia la insostenibilidad de una práctica ideológica y cómo la sensibilidad de un pueblo dispuesto a no dejarse avasallar puede iniciar profundas transformaciones sociales. Que aún luego de décadas de promoción del sálvese quien pueda, un pueblo activo y consciente puede tenderle la mano al prójimo y levantarse contra la opresión de una impuesta normalidad.

El próximo domingo, el movimiento tendrá el enorme desafío de dar el primer paso hacia una nueva constitución que tumbe el viejo orden de la dictadura pinochetista. Pero una nueva constitución tendría poco de fin y mucho de principio. La organización popular y asamblearia mostró un camino posible para subvertir el dominio de las élites en forma pacífica y empática con el otro. También para repensar los modelos de producción que subsisten a base de zonas de sacrificio que exacerban daños al mismo tiempo que disminuyen derechos —algo tan básico, por ejemplo, como el acceso al agua del que carecen, al menos, 350.000 chilenos[6]—. La cuarentena puede haber puesto en stand-by el proceso revolucionario, pero la mecha aún sigue encendida.

La construcción de democracias vibrantes e inclusivas para el siglo XXI, dependerá en gran medida de la reformulación de los vínculos sociales y la constitución de un nuevo modo de desarrollo que garantice umbrales básicos de derechos sociales para todos y todas, al mismo tiempo que respete los límites ecológicos que garanticen nuestra supervivencia. Que la narrativa neoliberal comience a sepultarse en el mismo lugar en el que nació es un hito histórico para no repetir una historia que cuesta vidas y derechos a millones de latinoamericanos.