Un nuevo modelo de desarrollo comienza a tomar forma en el corazón de nuestra economía. El siglo XX giró en torno al petróleo: motores a combustión, geopolítica de hidrocarburos y economías dependientes de combustibles fósiles. Hoy, avanzamos hacia un sistema basado en electrificación, energías renovables, almacenamiento e integración a sistemas descentralizados, digitales e inteligentes. No se trata solo de un cambio tecnológico: es un reordenamiento del poder y de las oportunidades de desarrollo.

Con vastos recursos clave para la electrificación y un potencial energético renovable excepcional, Chile se posiciona en la primera línea de este nuevo orden energético. ¿Nos quedaremos como simples proveedores de insumos para una transición global? ¿O seremos capaces de construir una estrategia propia que combine desarrollo productivo, protección ambiental y justicia social?
A nivel internacional, el cambio ya tiene hoja de ruta: el Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles (TNPCF), un instrumento que limita la expansión de nuevas explotaciones de carbón, petróleo y gas, anticipando el fin de la era fósil. Más que una política ambiental, el TNPCF es una señal económica y política que reorienta inversiones, flujos financieros y estrategias productivas hacia un modelo post-fósil.
Para Chile, esta transformación global representa una doble oportunidad. Por un lado, nuestra escasa dotación de hidrocarburos genera una peligrosa dependencia de importaciones energéticas. Solo en 2024, estas superaron los US$14.200 millones, el 4,3 % del PIB, afectando la estabilidad macroeconómica y exponiéndonos a shocks externos.
Por otro lado, contamos con un potencial renovable extraordinario —especialmente solar y eólico—, que ya nos ha permitido alcanzar un 70% de generación eléctrica basada en fuentes no fósiles. Este avance no solo consolida nuestra soberanía energética, sino que también abre una oportunidad estratégica para mayor competitividad empresarial: al expandir nuestra capacidad de generación renovable y almacenamiento, reducimos la dependencia de combustibles fósiles, lo que se traduce en energía más barata, estable y predecible para las empresas. Esto, a su vez, atrae inversiones en sectores intensivos en energía, fortalece cadenas locales de valor y permite diversificar y complejizar la economía.
Sin embargo, muchos contratos de suministro eléctrico firmados antes de 2015 —cuando aún predominaban el carbón, el diésel o el gas— siguen indexados a los precios internacionales de esos combustibles. Son contratos inflexibles, de 15 a 20 años, que no reflejan ni el cambio tecnológico ni la baja de costos de las energías renovables. Aunque el sistema ha evolucionado radicalmente, estos contratos persisten, encareciendo las cuentas de luz e impidiendo que hogares y empresas accedan a tarifas más justas y estables.
Una red eléctrica moderna, resiliente e inteligente —capaz de gestionar flujos bidireccionales y de incorporar generación distribuida— permitiría aprovechar al máximo los bajos costos de las energías limpias, desplazando las costosas importaciones fósiles. Chile tiene la oportunidad de consolidar un sistema eficiente, descentralizado y soberano, que sea motor de desarrollo económico.
Pero la integración masiva de renovables variables como la solar y la eólica presenta desafíos técnicos relevantes. Su intermitencia exige inversión en almacenamiento, redes inteligentes, gestión de la demanda y tecnologías complementarias. Todo esto, a su vez, impulsa una cadena productiva que puede generar empleo técnico calificado en instalación, mantenimiento, ingeniería y desarrollo tecnológico.
Estos desafíos no son solo técnicos: también son políticos y sociales. Decidir cómo y dónde se invierte, qué tecnologías se priorizan y quiénes se benefician del nuevo modelo energético exige legitimidad democrática. La licencia social no se construye con precios, eficiencia técnica ni una RCA favorable. Se construye reconociendo el derecho de las comunidades a incidir en las decisiones que afectan sus territorios. La planificación participativa, la consulta libre, previa e informada y el acceso equitativo a los beneficios del cambio tecnológico son condiciones esenciales para una transición justa.
Construir una gobernanza energética sólida requiere un diálogo social permanente que articule a comunidades, empresas, gobiernos regionales y Estado en procesos deliberativos, con mecanismos claros de rendición de cuentas. Solo así será posible canalizar las discrepancias hacia acuerdos legítimos, estables y beneficiosos.
Adherir al Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles sería un gesto político potente y coherente con nuestra realidad. Chile no necesita aferrarse a energías del pasado cuando cuenta con ventajas únicas. Es la opción más inteligente para nuestro futuro. El mundo está cambiando, y Chile puede mostrar el camino. No se trata de seguir la corriente, sino de marcar el ritmo que otros seguirán.