No somos meros espectadores. Entre los avances nacionales en conservación y mitigación, ha cobrado fuerza un discurso negacionista que nos desvincula de los problemas ambientales globales, presentándolos como responsabilidades ajenas y lejanas. Este distanciamiento nos impide reconocer que las amenazas que afectan otras geografías reconfiguran nuestra propia realidad, y que nuestra capacidad de respuesta es más urgente que nunca.

Esta visión no resiste más, al igual que las narrativas que intentan minimizar su impacto. El calentamiento del planeta, la pérdida de biodiversidad y el desgaste de los bienes comunes no son fenómenos abstractos ni ajenos: se expresan con nitidez en nuestra fragilidad hídrica, en la desertificación acelerada que avanza por nuestras fronteras ecológicas —las cuencas del Elqui y Limarí—, en el retroceso irreversible de glaciares, en los eventos climáticos extremos que golpean a zonas rurales y urbanas por igual, en las inundaciones y aluviones que reconfiguran geografías enteras, y en los terribles incendios que cada verano devoran nuestros bosques. Una realidad que redefine el mapa territorial, económico y político de Chile, poniendo en cuestión las bases sobre las que se hemos construido nuestro desarrollo contemporáneo. Un país soberano no es aquel que se aísla, sino el que garantiza certezas colectivas sobre lo común; lo que se protege, lo que se cuida y lo que se prioriza.
Tenemos la oportunidad de reordenar nuestras prioridades colectivas. Esto implica abandonar la lógica de la excepción permanente, donde la coyuntura justifica sistemáticamente el debilitamiento de estándares ambientales, la omisión de la participación ciudadana o la flexibilización normativa en favor del corto plazo. Es necesario reconocer que las decisiones sobre energía, uso del territorio, contaminación, gestión de residuos, conservación y agua, no pueden seguir supeditadas a la rentabilidad inmediata ni al cálculo electoral estrecho.
Con las elecciones presidenciales y parlamentarias de 2025 en el horizonte, resulta prioritario que la transición energética, la conservación de la biodiversidad y la gestión del agua se posicionen como parte de los ejes centrales del debate público. Chile necesita repensar su modelo de desarrollo, profundizando la electrificación en un contexto global donde la tecnología marca el rumbo, mientras enfrenta amenazas críticas como la creciente escasez de agua dulce y la degradación de servicios ecosistémicos vitales. Estas no son simples cuestiones técnicas, sino decisiones políticas de primer orden, las cuales exigen un debate transparente, abierto, con información verificada y accesible, y una participación activa de la ciudadanía.
Reordenar prioridades, entonces, no es un acto simbólico: es una exigencia para la sobrevivencia democrática en contextos de alta incertidumbre global. Significa pensar el Estado como garante de procesos de diálogo multiactor, capaz de crear condiciones para acuerdos de largo plazo entre comunidades, territorios y sectores productivos, y de establecer mecanismos eficaces para prevenir y resolver conflictos territoriales y socioambientales sin caer en la judicialización sistemática. Construir un país que valore su riqueza no solo en función de los recursos extraíbles, sino en su gente, sus ecosistemas y su capacidad de sostener una convivencia justa, basada en la reciprocidad con los territorios y los ciclos que hacen posible la vida.
El futuro no está escrito, pero sí en disputa. Podemos empezar a hacer las cosas distinto; escuchar donde antes se impuso, cuidar donde antes se extrajo, decidir junto a otros donde antes se excluyó. Un país que no posterga lo esencial, sino que lo transforma en el corazón de su proyecto democrático. Lo que decidamos hoy no solo define nuestra viabilidad futura, sino también nuestra capacidad colectiva de regenerar lo común, reconstruir confianzas y abrir caminos que honren la vida.