El multilateralismo enfrenta una encrucijada. Las instituciones diseñadas para coordinar la cooperación global muestran signos de fatiga justo cuando los riesgos climáticos, económicos y tecnológicos se entrelazan de manera crítica. Las emisiones de gases de efecto invernadero siguen creciendo, los compromisos de mitigación no se cumplen y la brecha entre promesas y resultados se ensancha. Al mismo tiempo, la competencia geopolítica se reconfigura: la acción climática se ha convertido en un terreno donde los actores más poderosos proyectan influencia política, tecnológica y comercial, ajustando el ritmo del mundo a sus propios intereses.
En este escenario, la COP30 en Belém no será una cumbre más. Será la prueba de si la cooperación internacional puede traducirse en acción concreta y no quedar atrapada en declaraciones formales. La gobernanza climática necesita recuperar credibilidad y coherencia en un contexto donde las grandes potencias operan con ritmos y prioridades divergentes. La COP30 puede ser un punto de inflexión si logra mostrar que la cooperación es posible incluso entre actores con intereses asimétricos. Brasil, desde su posición de anfitrión, tiene la oportunidad de actuar como mediador y catalizador, demostrando que el liderazgo puede ejercerse mediante legitimidad democrática y capacidad de concertación, más que por poder económico o militar.
Alarmas climáticas y urgencia de acción
Los indicadores climáticos muestran que la urgencia no es teórica, sino estructural. Según la Organización Meteorológica Mundial, en 2024 la concentración de CO₂ atmosférico superó las 424 partes por millón, lo que representa un aumento de 144 ppm respecto a los niveles preindustriales y un incremento récord de 3,5 ppm en un solo año. Este salto evidencia que los sumideros naturales —bosques, suelos y océanos— ya no absorben carbono con la velocidad necesaria para equilibrar las emisiones actuales.
Las consecuencias son concretas y multidimensionales. Durante 2024, la temperatura media global superó los 1,5 °C respecto a la era preindustrial, un umbral crítico según los informes del IPCC. Este calentamiento provocó un aumento notable de eventos extremos: incendios forestales más frecuentes y extensos que destruyen ecosistemas y generan fuertes emisiones de carbono, sequías prolongadas, olas de calor, inundaciones y procesos de desertificación que comprometen la seguridad territorial, ecológica y social. Estos fenómenos no solo generan pérdidas económicas, sino que erosionan los sistemas de protección social, aumentan la desigualdad y reducen la resiliencia institucional frente a crisis múltiples.
La magnitud de estos desafíos exige integrar la política ambiental con la económica y la tecnológica. La acción climática es también una cuestión de competitividad y seguridad: determina quién liderará la producción de tecnologías clave, cómo se asignará el financiamiento y bajo qué reglas se estructurarán los incentivos internacionales. En este sentido, la COP30 no solo debe enfocarse en metas ambientales, sino en decisiones que vinculen sostenibilidad, diversificación productiva y resiliencia económica, transformando la transición justa en una estrategia de desarrollo.
Un contexto internacional fragmentado
La COP30 se desarrollará en un contexto internacional marcado por tensiones crecientes entre potencias. China mantiene su liderazgo en la producción de tecnologías bajas en emisiones y baterías, consolidando su influencia sobre las cadenas globales de suministro energético y manufacturero. Su avance condiciona los precios, la disponibilidad de insumos críticos y el ritmo de adopción de energías renovables en el resto del mundo.
Estados Unidos, en cambio, ha endurecido su política comercial con medidas arancelarias destinadas a proteger su industria y tecnología, reduciendo su compromiso con los acuerdos multilaterales de cooperación climática. La Casa Blanca privilegia la estabilidad interna y el empleo industrial, aunque ello erosione la coordinación internacional y debilite los mecanismos de gobernanza global.
Europa enfrenta su propio dilema: mantener la competitividad de su base productiva mientras impulsa políticas de descarbonización ambiciosas. El equilibrio entre regulación ambiental, innovación industrial y seguridad energética sigue siendo precario, especialmente frente a la desaceleración económica y la presión política interna.
Otros actores, como Rusia y los países de Medio Oriente, continúan utilizando la energía como herramienta geopolítica, capitalizando crisis y conflictos para fortalecer su posición en los mercados internacionales. El resultado es un sistema internacional donde el poder se ejerce a través de la energía y la tecnología, más que mediante la diplomacia.
Brasil en la COP30: diplomacia con ambición estratégica
Brasil llega a la COP30 con un objetivo claro: reposicionar su política exterior en torno a la cooperación climática como un instrumento de liderazgo e influencia internacional. El gobierno de Lula ha entendido que la agenda ambiental no solo define compromisos ecológicos, sino que también amplía sus márgenes de maniobra económica y diplomática en un mundo fragmentado por disputas comerciales y tecnológicas.
Durante 2025, Brasil ha actuado con una diplomacia climática de alto perfil, combinando liderazgo regional con pragmatismo global. Desde la presidencia de los BRICS, ha impulsado la creación de un fondo común para financiar proyectos de infraestructura verde y transición energética, buscando ofrecer una alternativa al sistema financiero internacional dominado por instituciones tradicionales. Paralelamente, ha reactivado su diálogo con Estados Unidos para reducir tensiones tras la imposición de nuevos aranceles a productos industriales brasileños, defendiendo la necesidad de reglas comerciales coherentes con los objetivos climáticos y de desarrollo.
La elección audaz, pero poco reflexionada, de Belém do Pará como sede de la COP30 va más allá de un mero simbolismo ambiental: expresa una decisión política de situar la discusión climática en la Amazonía, un territorio clave para la estabilidad ecológica y geopolítica del planeta. En ese marco, la estrategia brasileña apunta a mostrar que un país con recursos limitados, pero con legitimidad democrática y capacidad institucional, puede proponer cooperación efectiva y resultados verificables. La consolidación del Fondo de Bosques Tropicales para Siempre (TFFF), junto con su plan de inversiones por más de 1,3 billones de dólares, es un ejemplo de cómo Brasil busca construir bienes públicos regionales y demostrar que la acción colectiva puede ser rentable, estable y políticamente viable. Sin embargo, Brasil también enfrenta desafíos internos que podrían afectar su desempeño internacional. La autorización para la exploración petrolera en la desembocadura del Amazonas, junto con la aprobación de una ley que flexibiliza los permisos ambientales y las dificultades en los procesos de consulta con organizaciones y pueblos del territorio durante la construcción del TFFF, podrían convertirse en obstáculos y poner en riesgo la percepción del país como líder global.
América Latina ante la COP30: riesgos y márgenes de acción
América Latina llega a la COP30 con un contexto complejo y contradictorio. La región concentra ecosistemas críticos, reservas hídricas relevantes y recursos minerales y energéticos estratégicos, así como un potencial importante para desplegar energías renovables a gran escala. Sin embargo, estas ventajas coexisten con limitaciones estructurales que condicionan su influencia internacional. El bajo gasto en innovación, la debilidad fiscal y la dependencia de exportaciones primarias dificultan la construcción de estrategias de transición con autonomía.
En este escenario, la COP30 representa una oportunidad, pero no una garantía. La región podrá incidir en estándares y atraer inversiones solo si logra coordinar posiciones y establecer mecanismos de cooperación que trasciendan los ciclos políticos. La heterogeneidad ideológica, las presiones externas y la falta de financiamiento coordinado siguen fragmentando la voz latinoamericana.
El liderazgo brasileño se vuelve entonces esencial, no como garante de consenso, sino como un punto de convergencia. La estrategia del país busca equilibrar la proyección internacional con las prioridades internas de desarrollo económico y social, promoviendo inversión, fortalecimiento institucional y cooperación efectiva. Sin embargo, sus márgenes están acotados por la falta de consenso en los territorios, de cohesión regional y las tensiones globales en materia de comercio, energía y tecnología.
La noción de transición justa debe entenderse desde una perspectiva pragmática. No se trata solo de compensar impactos sociales y ecológicos, sino de crear estructuras económicas e institucionales capaces de redistribuir beneficios y fortalecer resiliencia social y ambiental, evitando que las nuevas estrategias de desarrollo reproduzcan viejas desigualdades.
Marcando el compás de la cooperación
La COP30 en Belém no será un foro de declaraciones ni un mero acto simbólico. Será una prueba de gobernanza y de realismo político. América Latina no actúa como bloque y sus países avanzan con ritmos distintos, prioridades divergentes y capacidades institucionales desiguales. Potencias como China o Estados Unidos marcan su propio compás, y los intereses estratégicos globales generan tensiones que dificultan la cooperación espontánea.
En ese escenario, Brasil tiene la posibilidad de quebrar un equilibrio no cooperativo tanto dentro de la región como en el sistema internacional. Su fuerza no proviene de recursos financieros, sino de su habilidad diplomática para sincronizar intereses dispares sin subordinarse a ninguna potencia. Desde la presidencia de los BRICS hasta la creación del TFFF, Brasil demuestra la ambición de traducir legitimidad democrática en arquitectura de cooperación.
La verdadera prueba de la COP30 será demostrar que la democracia y la estabilidad institucional también son activos estratégicos en la economía política del clima. Si logra marcar el ritmo de la cooperación, Brasil podría transformar la región en un laboratorio de gobernanza multilateral, mostrando que la acción coordinada —y no la competencia— puede generar desarrollo, estabilidad y justicia climática en un mundo fracturado. Si Brasil logra marcar el ritmo, a pesar de todas las contradicciones internas, América Latina podrá mostrar que no es solo un territorio con recursos estratégicos, sino también un actor capaz de orquestar la cooperación en un mundo fragmentado, demostrando que la justicia climática y la gobernanza efectiva pueden avanzar incluso en contextos estructuralmente desiguales y cambiantes.