Los países en vías de desarrollo son propensos a sufrir mayores magnitudes de rebote que economías desarrolladas, producto de sus altas tasas de demanda básica no cubierta, y mayores costos de energía con respecto a los ingresos.
Frente a este escenario, el sector de energía sentará las bases de las transformaciones necesarias, partiendo por la transición hacia una matriz de generación eléctrica en base a Energías Renovables No Convencionales (ERNC).
Los esfuerzos por dejar atrás las fuentes de energía convencionales han mostrado buenos resultados, estimándose una disminución en los costos de generación de aproximadamente 40% entre 2020 y 2030 (cálculos propios en base a datos del Ministerio de Energía e IEA).
En consecuencia, una vez superadas las alzas tarifarias venideras -explicadas, en gran parte, por el alto costo histórico de la generación eléctrica en base a combustibles fósiles importados-, se apunta hacia una eventual reducción de tarifas eléctricas.
Este proceso abre paso a una electrificación multisectorial, y otras políticas de eficiencia habilitantes de transformaciones productivas. No obstante, los resultados podrían variar, tanto en términos de reducción de precios, como en cumplimiento de compromisos medioambientales.
A largo plazo, será necesario considerar el fenómeno de Efecto Rebote, el cual describe las consecuencias indirectas de mejoras de eficiencia y conservación de energía que podrían poner en jaque la efectividad de políticas ambientales.
Este fenómeno se puede comprender mediante la “Identidad de Kaya”, la cual establece que la energía usada para mantener cierto nivel de PIB (intensidad de energía), y el impacto ambiental por unidad energética usada, son factores igualmente decisivos en la magnitud de impacto ambiental total de un país, tanto en términos de GEI, como de otros límites planetarios.
Con lo anterior en mente, el gatillo del efecto rebote es la disminución de intensidad de uso energético, producto de mejoras tecnológicas, medidas de eficiencia, o cualquier mecanismo cuya consecuencia inicial sea la conservación.
Esta remisión es seguida de una baja tarifaria, provocando aumentos en su consumo y, por lo tanto, incrementos en la intensidad de uso, que pueden llegar a superar los niveles previos a la disminución inicial. Esta cadena de reacciones obstaculiza la mitigación de daños ambientales de políticas de eficiencia energética.
La pertinencia de este fenómeno no es fácil de identificar en el contexto actual, en que las alzas de las cuentas eléctricas dificultan la disminución de impacto ambiental, incentivando el uso de fuentes energéticas de menor costo y mayor efecto contaminante; como el diésel o la leña mojada, que suelen involucrar tecnologías menos eficientes, que requieren de mayor intensidad energética.
Sin embargo, se debe considerar que los países en vías de desarrollo son propensos a sufrir mayores magnitudes de rebote que economías desarrolladas, producto de sus altas tasas de demanda básica no cubierta, y mayores costos de energía con respecto a los ingresos. Estas condiciones tenderán a agravarse con las tendencias de costo eléctrico actuales.
Según datos de la Red de Pobreza Energética del 2019, aproximadamente un tercio de los hogares encuestados en zonas urbanas sufrían pobreza energética a la fecha, y un 22% de los hogares reportó una proporción excesiva del ingreso destinada a costos energéticos.
En este contexto, priorizar las bajas en la tarifa eléctrica, y mejorar la cobertura de su demanda básica, no sólo significa una reducción de impacto del sector de energía, sino que también actuaría como amortiguador del futuro efecto rebote.
A largo plazo, cuando la electrificación sea efectiva, y existan mejoras de eficiencia que aminoren la intensidad de uso, la dinámica ya mencionada será una preocupación latente. Por ello, sería conveniente integrar instrumentos económicos de gestión ambiental a las políticas de eficiencia y cobertura energética, como podría ser el uso de permisos comercializables.
De no abordarse adecuadamente, la producción de electricidad se podría adecuar a utilidades de producción y consumo, sin considerar la integridad medioambiental de los territorios. Es decir, existen riesgos de uso y producción de energía excesivos, en detrimento del cuidado de los sistemas climáticos.
Con esta información en mente, la fijación de límites de consumo eléctrico apropiados requiere diálogos con territorios críticos; ya sea aquellos históricamente afectados por el sector, como los que albergarán el grueso de las instalaciones de provisión eléctrica a futuro.