«¿Acaso esta sociedad asustada por la delincuencia garantiza la seguridad de las mujeres? […] Pese al progreso tecnológico y los discursos evolucionados sobre igualdad de género, las inseguridades antiguas persisten, e incluso se entrelazan con nuevas formas de vulnerabilidad que surgen en la era digital y no se limitan a la delincuencia que los medios presentan exclusiva y convenientemente en forma de portonazos y asaltos.»
Las marchas del 8M los años posteriores a hitos tales como el movimiento estudiantil del 2011, el mayo feminista del 2018 y el estallido social del 2019 confirman el protagonismo del movimiento feminista en los procesos transformadores. Y así como el Día Internacional de la Mujer se ha consolidado ya en el calendario cívico nacional, logrando mantener una impronta de termómetro político cada inicio de año, también se ha ido intensificando la resistencia a las transformaciones de la agenda feminista y LGBTI. Vemos cómo hoy en nuestro país los grupos antiderechos adaptan sus herramientas comunicacionales para reforzar el modelo que siempre han sostenido, en el que mujeres y diversidades tienen un rol subordinado, empujando los límites del sentido hacia una idea de inseguridad generadora de miedo.
Tras el 18-O y la elección de Gabriel Boric, el Chile de aspiraciones renovadoras acusa recibo de la arremetida conservadora, la cual ha logrado desplazar el foco de las anheladas transformaciones sociales, económicas, culturales y medioambientales hacia una agenda tensa y monotemática, que parece obsesionada con el concepto de «seguridad» y con un sujeto político limitado al delincuente común (asociado, no pocas veces, a la población migrante). Se trata de una vieja fórmula que eclipsa otros debates, mientras aviva el fuego del nacionalismo y el clamor por la «mano dura», alineándose con discursos que rinden culto a la autoridad, en clara sintonía con ideologías de derecha y, en algunos casos, con la ultraderecha y sus fundamentalismos.
¿Qué significa todo esto para el movimiento feminista? ¿Acaso esta sociedad asustada por la delincuencia garantiza la seguridad de las mujeres? Decodificar el que hoy es el concepto comodín de las élites para hacer un contrapeso semántico requiere desglosar la idea de seguridad para las mujeres en varios ámbitos y con una mirada de época. Pese al progreso tecnológico y los discursos evolucionados sobre igualdad de género, las inseguridades antiguas persisten, e incluso se entrelazan con nuevas formas de vulnerabilidad que surgen en la era digital y no se limitan a la delincuencia que los medios presentan exclusiva y convenientemente en forma de portonazos y asaltos.
Y es que en las mujeres se ha depositado históricamente la responsabilidad por la seguridad. Pensemos en la economía familiar, el sostén emocional de quienes están bajo sus cuidados, la seguridad comunitaria —muy visible en el rol de las mujeres en los procesos de paz y justicia en tiempos de conflictos—, a menudo sin reconocimiento o protección adecuada frente al peligro. Junto a todo ese orden social tácito, se mantiene, paradójicamente, altos niveles de violencia en contra de las mujeres. El año pasado, las cifras oficiales en nuestro país dan cuenta de 43 femicidios [SERNAMEG 2024], además de 210 casos de femicidios frustrados (la cifra más alta de la década).
Otra serie de estadísticas no son más luminosas, por el contrario: mantenemos altas cifras de violencia femicida [RED CHILENO CONTRA LA VIOLENCIA HACIA LAS MUJERES 2022], mientras que la violencia intrafamiliar (134.935 casos policiales en 2022) se concentra claramente contra mujeres: del total de 89.500 victimarios en 2022, ocho de cada diez son hombres, cuyas víctimas son mujeres, niñas y niños [CEAD 2022]. Recordemos que estas cifras solo representan a quienes realizan la denuncia y se acogen a las alternativas de protección del sistema, pero hay un importante porcentaje de mujeres que no denuncian debido al miedo, la vergüenza, el estigma social y la dependencia económica.
Pero además de estas formas tradicionales de violencia de género, el siglo XXI ha introducido nuevas variantes, como la digital. Las mujeres hoy se enfrentan a violencia a través de ciberacoso, pornografía, y la explotación de sus datos e imágenes personales sin consentimiento.
¿Y en el hogar? Pese a que en los últimos años ha habido mayor reconocimiento social e institucional de los cuidados y el trabajo doméstico, una redistribución más equitativa de tareas es aún un desafío. Según Comunidad Mujer, más de la mitad de las participantes que conviven con un hombre percibe que el hogar colapsaría si ellas no estuvieran presentes por una semana [ver columna previa en CIPER-Opinión: «Mujeres «malabaristas» y sobrecargadas: la crisis de los cuidados»]. Esta «carga mental doméstica» invisible constituye un esfuerzo cognitivo y emocional que, al medir la seguridad de las mujeres, no se considera.
Y es justamente la salud mental otro factor que afecta la seguridad de las mujeres: el Termómetro de la Salud Mental [2023] muestra una importante brecha de género. Las mujeres llevan muchísima delantera en los trastornos ansiosos, con una prevalencia de 34,6%, superando a los hombres nada menos que en 21 puntos. Además, las mujeres son más insomnes que los hombres (11,1% contra 7,2%), se sienten más solas (23,6% y 17,1%), presentan niveles de sedentarismo mayor (38,4% y 23,7%) y más síntomas de depresión (17,8% contra 8,2%).
En materia de derechos sexuales y reproductivos, la Ley de aborto en tres causales (riesgo para la mujer, inviabilidad fetal y violación), promulgada el año 2017, ha permitido abortar a 3.609 mujeres en los últimos seis años. Según datos del Ministerio de Salud, 1.077 mujeres abortaron por estar en riesgo vital, 1.710 por inviabilidad del embarazo y 822 por violación. De estos, 3.110 fueron en hospitales públicos y 496 en recintos privados. En total, 4.272 mujeres se acogieron a la ley, que contempla tanto la vía del aborto como continuar el embarazo. El 84,5 % decidió interrumpirlo voluntariamente y el 15,5 % continuó la gestación.
Aquí hay otra cifra sumergida: el aborto clandestino. La penalización del aborto añade una capa adicional de vulnerabilidad, pues las leyes que criminalizan el aborto no disminuyen su incidencia; más bien, aumentan el riesgo a las mujeres, con las consecuencias psicológicas y estigmatizantes que esto conlleva. Gracias al trabajo de organizaciones feministas, se ha conceptualizado el aborto como asunto de salud pública, en el que la garantía de seguridad recae en el Estado, impulsando un importante avance en la despenalización social del aborto. Según encuesta reciente [CEP 2023], si en 1999 un 35% de la población chilena decía estar a favor de la interrupción del embarazo en casos especiales, en 2023 esa cifra llega al 49%. Además, quienes creen que debe ser una opción libre de las mujeres, sea cual sea el caso, se triplicaron del 10% al 30%. Por su parte, quienes piensan que el aborto debe estar siempre prohibido, bajan de 55% al 19%. Pese al gran despliegue feminista por esta causa los avances en Chile han sido lentos y acotados, con dificultades tales como la objeción de conciencia no sólo del personal sanitario en particular, sino en establecimientos completos, vulnerando el derecho a la autogestión de la salud de las mujeres y sus proyectos de vida.
Las derechas radicales apuntan a la prohibición total del aborto como uno de los puntos centrales en su agenda ideológica, defendiendo el «derecho del que está por nacer» por sobre la decisión de las mujeres, y sobre la base de argumentos que van desde lo religioso hasta la oposición a la influencia de un supuesto «lobby globalista» internacional avalado por discursos dudosos (como la existencia de un plan de reducción de la población). Quienes adscriben a este discurso, y de manera frecuentemente violenta, son en su mayoría varones.
***
Al considerar las estadísticas recién detalladas, nos enfrentamos a la paradoja de tener a mujeres que viven bajo una fuerte vulnerabilidad al interior de un país en el que medios y discursos políticos hoy posicionan la idea de seguridad como una prioridad. El discurso de las derechas radicales se enfoca en una narrativa que, si bien busca resonar con las preocupaciones de la población, a menudo pasa por alto las complejidades y las específicas necesidades de protección que demandan las mujeres. A primera vista, se podría asumir que todo esfuerzo dirigido a la seguridad debería tener una acogida positiva; sin embargo, el enfoque ultraconservador a menudo incide en políticas xenófobas o discriminatorias, sin analizar la violencia y la inseguridad como fenómenos complejos, multicausales y transversales al comportamiento de la sociedad. Esta paradoja se intensifica cuando consideramos cómo estos discursos pueden instrumentalizar la vulnerabilidad y el miedo real para promover agendas políticas que, en última instancia, no solo no solucionan las preocupaciones sobre seguridad, sino que también pueden perpetuar o intensificar otros tipos de violencia y discriminación. Esto resalta una desconexión preocupante, y evidencia que las soluciones efectivas para la seguridad de las mujeres deben tener una mirada integral, libre de agendas políticas que desvíen el foco de las verdaderas soluciones.
Las marchas del 8M los años posteriores a hitos tales como el movimiento estudiantil del 2011, el mayo feminista del 2018 y el estallido social del 2019 confirman el protagonismo del movimiento feminista en los procesos transformadores. Y así como el Día Internacional de la Mujer se ha consolidado ya en el calendario cívico nacional, logrando mantener una impronta de termómetro político cada inicio de año, también se ha ido intensificando la resistencia a las transformaciones de la agenda feminista y LGBTI. Vemos cómo hoy en nuestro país los grupos antiderechos adaptan sus herramientas comunicacionales para reforzar el modelo que siempre han sostenido, en el que mujeres y diversidades tienen un rol subordinado, empujando los límites del sentido hacia una idea de inseguridad generadora de miedo.
Tras el 18-O y la elección de Gabriel Boric, el Chile de aspiraciones renovadoras acusa recibo de la arremetida conservadora, la cual ha logrado desplazar el foco de las anheladas transformaciones sociales, económicas, culturales y medioambientales hacia una agenda tensa y monotemática, que parece obsesionada con el concepto de «seguridad» y con un sujeto político limitado al delincuente común (asociado, no pocas veces, a la población migrante). Se trata de una vieja fórmula que eclipsa otros debates, mientras aviva el fuego del nacionalismo y el clamor por la «mano dura», alineándose con discursos que rinden culto a la autoridad, en clara sintonía con ideologías de derecha y, en algunos casos, con la ultraderecha y sus fundamentalismos.
¿Qué significa todo esto para el movimiento feminista? ¿Acaso esta sociedad asustada por la delincuencia garantiza la seguridad de las mujeres? Decodificar el que hoy es el concepto comodín de las élites para hacer un contrapeso semántico requiere desglosar la idea de seguridad para las mujeres en varios ámbitos y con una mirada de época. Pese al progreso tecnológico y los discursos evolucionados sobre igualdad de género, las inseguridades antiguas persisten, e incluso se entrelazan con nuevas formas de vulnerabilidad que surgen en la era digital y no se limitan a la delincuencia que los medios presentan exclusiva y convenientemente en forma de portonazos y asaltos.
Y es que en las mujeres se ha depositado históricamente la responsabilidad por la seguridad. Pensemos en la economía familiar, el sostén emocional de quienes están bajo sus cuidados, la seguridad comunitaria —muy visible en el rol de las mujeres en los procesos de paz y justicia en tiempos de conflictos—, a menudo sin reconocimiento o protección adecuada frente al peligro. Junto a todo ese orden social tácito, se mantiene, paradójicamente, altos niveles de violencia en contra de las mujeres. El año pasado, las cifras oficiales en nuestro país dan cuenta de 43 femicidios [SERNAMEG 2024], además de 210 casos de femicidios frustrados (la cifra más alta de la década).
Otra serie de estadísticas no son más luminosas, por el contrario: mantenemos altas cifras de violencia femicida [RED CHILENO CONTRA LA VIOLENCIA HACIA LAS MUJERES 2022], mientras que la violencia intrafamiliar (134.935 casos policiales en 2022) se concentra claramente contra mujeres: del total de 89.500 victimarios en 2022, ocho de cada diez son hombres, cuyas víctimas son mujeres, niñas y niños [CEAD 2022]. Recordemos que estas cifras solo representan a quienes realizan la denuncia y se acogen a las alternativas de protección del sistema, pero hay un importante porcentaje de mujeres que no denuncian debido al miedo, la vergüenza, el estigma social y la dependencia económica.
Pero además de estas formas tradicionales de violencia de género, el siglo XXI ha introducido nuevas variantes, como la digital. Las mujeres hoy se enfrentan a violencia a través de ciberacoso, pornografía, y la explotación de sus datos e imágenes personales sin consentimiento.
¿Y en el hogar? Pese a que en los últimos años ha habido mayor reconocimiento social e institucional de los cuidados y el trabajo doméstico, una redistribución más equitativa de tareas es aún un desafío. Según Comunidad Mujer, más de la mitad de las participantes que conviven con un hombre percibe que el hogar colapsaría si ellas no estuvieran presentes por una semana [ver columna previa en CIPER-Opinión: «Mujeres «malabaristas» y sobrecargadas: la crisis de los cuidados»]. Esta «carga mental doméstica» invisible constituye un esfuerzo cognitivo y emocional que, al medir la seguridad de las mujeres, no se considera.
Y es justamente la salud mental otro factor que afecta la seguridad de las mujeres: el Termómetro de la Salud Mental [2023] muestra una importante brecha de género. Las mujeres llevan muchísima delantera en los trastornos ansiosos, con una prevalencia de 34,6%, superando a los hombres nada menos que en 21 puntos. Además, las mujeres son más insomnes que los hombres (11,1% contra 7,2%), se sienten más solas (23,6% y 17,1%), presentan niveles de sedentarismo mayor (38,4% y 23,7%) y más síntomas de depresión (17,8% contra 8,2%).
En materia de derechos sexuales y reproductivos, la Ley de aborto en tres causales (riesgo para la mujer, inviabilidad fetal y violación), promulgada el año 2017, ha permitido abortar a 3.609 mujeres en los últimos seis años. Según datos del Ministerio de Salud, 1.077 mujeres abortaron por estar en riesgo vital, 1.710 por inviabilidad del embarazo y 822 por violación. De estos, 3.110 fueron en hospitales públicos y 496 en recintos privados. En total, 4.272 mujeres se acogieron a la ley, que contempla tanto la vía del aborto como continuar el embarazo. El 84,5 % decidió interrumpirlo voluntariamente y el 15,5 % continuó la gestación.
Aquí hay otra cifra sumergida: el aborto clandestino. La penalización del aborto añade una capa adicional de vulnerabilidad, pues las leyes que criminalizan el aborto no disminuyen su incidencia; más bien, aumentan el riesgo a las mujeres, con las consecuencias psicológicas y estigmatizantes que esto conlleva. Gracias al trabajo de organizaciones feministas, se ha conceptualizado el aborto como asunto de salud pública, en el que la garantía de seguridad recae en el Estado, impulsando un importante avance en la despenalización social del aborto. Según encuesta reciente [CEP 2023], si en 1999 un 35% de la población chilena decía estar a favor de la interrupción del embarazo en casos especiales, en 2023 esa cifra llega al 49%. Además, quienes creen que debe ser una opción libre de las mujeres, sea cual sea el caso, se triplicaron del 10% al 30%. Por su parte, quienes piensan que el aborto debe estar siempre prohibido, bajan de 55% al 19%. Pese al gran despliegue feminista por esta causa los avances en Chile han sido lentos y acotados, con dificultades tales como la objeción de conciencia no sólo del personal sanitario en particular, sino en establecimientos completos, vulnerando el derecho a la autogestión de la salud de las mujeres y sus proyectos de vida.
Las derechas radicales apuntan a la prohibición total del aborto como uno de los puntos centrales en su agenda ideológica, defendiendo el «derecho del que está por nacer» por sobre la decisión de las mujeres, y sobre la base de argumentos que van desde lo religioso hasta la oposición a la influencia de un supuesto «lobby globalista» internacional avalado por discursos dudosos (como la existencia de un plan de reducción de la población). Quienes adscriben a este discurso, y de manera frecuentemente violenta, son en su mayoría varones.
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Al considerar las estadísticas recién detalladas, nos enfrentamos a la paradoja de tener a mujeres que viven bajo una fuerte vulnerabilidad al interior de un país en el que medios y discursos políticos hoy posicionan la idea de seguridad como una prioridad. El discurso de las derechas radicales se enfoca en una narrativa que, si bien busca resonar con las preocupaciones de la población, a menudo pasa por alto las complejidades y las específicas necesidades de protección que demandan las mujeres. A primera vista, se podría asumir que todo esfuerzo dirigido a la seguridad debería tener una acogida positiva; sin embargo, el enfoque ultraconservador a menudo incide en políticas xenófobas o discriminatorias, sin analizar la violencia y la inseguridad como fenómenos complejos, multicausales y transversales al comportamiento de la sociedad. Esta paradoja se intensifica cuando consideramos cómo estos discursos pueden instrumentalizar la vulnerabilidad y el miedo real para promover agendas políticas que, en última instancia, no solo no solucionan las preocupaciones sobre seguridad, sino que también pueden perpetuar o intensificar otros tipos de violencia y discriminación. Esto resalta una desconexión preocupante, y evidencia que las soluciones efectivas para la seguridad de las mujeres deben tener una mirada integral, libre de agendas políticas que desvíen el foco de las verdaderas soluciones.