Carbón: el oscuro precio del progreso

Latinoamérica ha visto por décadas un proceso de destrucción sistemática de sus bienes comunes, amparado en un modelo de desarrollo extractivista que se ha transformado en uno de los principales factores que acentúa la vulnerabilidad de las comunidades ante cualquier crisis, desde la crisis climática que hemos experimentado desde hace ya varios años, hasta la crisis sanitaria que ha dejado una huella profunda durante el 2020.

 
Ventana, V región

El extractivismo se basa en las exportaciones de grandes volúmenes de “recursos naturales” poco transformados, cuya lógica opera bajo un uso intensivo de los recursos como si estos fueran infinitos. Además, este modelo presenta una alta dependencia a las inversiones -por lo general extranjeras-, lo cual explica la presencia de compañías transnacionales, que se desarrollan principalmente en el sector de la minería, hidrocarburos y agricultura [i] [ii].

En América Latina y el Caribe, el extractivismo es el modelo que históricamente ha estructurado las economías de la región [iii]. Un ejemplo de esto se da en Colombia, donde la mina Cerrejón impacta a una región donde el 45% de la población es indígena y 7,5% son afrodescendientes . Allá, los indígenas Gunadule, se encuentran en constante lucha contra el gobierno por haberle entregado las concesiones para extraer carbón a una compañía surcoreana, sin siquiera realizar una consulta a las comunidades locales. De esta manera, resulta clave comprender las consecuencias socio-ambientales que generan las actividades extractivistas, no solo porque las prácticas utilizadas repercuten gravemente en los ecosistemas, sino porque también afectan a las comunidades locales, trayendo consigo una serie de conflictos debido a la contaminación, desplazamiento de comunidades -principalmente indígenas-, violencia, criminalización, entre otros [iv] [v] [vi].

El feroz crecimiento económico al que ha respondido el extractivismo, ha justificado un masivo daño ambiental en Latinoamérica, configurando las denominadas “zonas de sacrificio”, territorios donde la actividad industrial genera altos niveles de contaminación superando los estándares permitidos, vulnerando directa o indirectamente los derechos más básicos de sus habitantes [vii] [viii]. Ejemplo de esto son las comunas de Tocopilla, Mejillones, Huasco, Quintero-Puchuncaví y Coronel en Chile, donde se ha concentrado el desarrollo de centrales termoeléctricas a carbón [ix]. En estas zonas el Estado vulnera los Derechos Humanos de sus habitantes, al no garantizar una serie de derechos que se encuentran en la Constitución, algunos de estos son [x]:

  • El derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, donde el artículo 19 numeral 8° señala que es “deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado, debiendo además tutelar la preservación de la naturaleza”. Existen diversos casos que demuestran cómo los ecosistemas y las comunidades locales han sido expuestos a contaminación y a sustancias peligrosas. Muestra de esto es el derrame de seis toneladas de carbón en febrero de este año en las costas de Mejillones, al norte de Antofagasta, una zona que ha enfrentado este tipo de episodios en más de diez ocasiones durante los últimos dos años [xi].
  • El derecho a la vida y a la integridad física y psíquica, como dispone el artículo 19 numeral 1° y el derecho a la protección de la salud, mencionado en el artículo 19 numeral 9. Por ejemplo, en la comuna de Huasco, región de Atacama, existen 5 centrales a carbón, y producto de su actividad las personas aquí presentan un 71% más riesgo de morir por enfermedades cardiovasculares que el promedio del resto del país [xii]. Por otra parte, el estudio de Tapia et al. (2020) [xiii] señala que el 27% del área comprendida por Puchuncaví y Quintero presenta niveles tan altos de arsénico que los niños de entre 1 y 5 años que viven ahí tienen un riesgo inaceptable de desarrollar cáncer a lo largo de sus vidas.
  • El derecho a la educación, la Constitución señala en su artículo 19 numeral 10° que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida”. En el Informe Misión de Observación Zona de Quintero y Puchuncaví (2018) del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) [xiv], se señala que tras los episodios de contaminación, los niños, niñas y adolescentes no pudieron ejercer su derecho a la educación por los episodios de intoxicación que sufrieron en sus establecimientos educacionales, donde posterior a esto se decretó alerta amarilla y se ordenó la suspensión de las actividades educativas, lo cual generó desinformación y desconformidad sobre las medidas que se adoptaron.

Adicionalmente, la industria del carbón sobresale por su gran aporte en las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI), donde los “35 mayores productores de carbón han sido responsables de un tercio de las emisiones mundiales desde 1988 ”, lo cual es preocupante porque los GEI contribuyen al calentamiento climático, representando una grave afectación a los derechos humanos de la población. El ejemplo más claro está en el derecho humano al agua y saneamiento que fue reconocido en el 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas como un derecho fundamental [xv]. En los últimos diez años la zona central de Chile ha experimentado una severa sequía, cuyo origen ha sido atribuido como una consecuencia del aumento de GEI [xvi], los mismos que han dado su mala fama al carbón. La combinación de la sequía con una sobredemanda, especialmente derivada de actividades extractivistas como la minería, la agroindustria y las plantaciones forestales, ha impactado directamente en el abastecimiento de agua potable de numerosas comunidades rurales, quienes han tenido que sobrevivir a través de la distribución de camiones aljibes, incluso con 50 litros de agua diarios [xvii], un volumen muy inferior a lo que la OMS considera como un mínimo digno para asegurar condiciones básicas de higiene [xviii], en consecuencia, afectando también el derecho humano a la salud.  En este contexto, es importante comprender el cambio climático como un riesgo complejo y multidimensional para la seguridad humana en el futuro [xix], y que exacerba las inequidades sociales de nuestro presente.

Pescadores Ventanas

Así, y a pesar del largo proceso que han atravesado las comunidades que residen en las zonas de sacrificio y en aquellas afectadas directamente por los impactos del cambio climático, recién el 2019 el gobierno anunció un Plan de Descarbonización, donde una de las metas es que para el año 2040 la matriz energética de Chile esté descarbonizada [xx]. Este plan tuvo varias críticas, una de ellas es que no cumple con las recomendaciones del Informe de Climate Analytics, que señala que los países OCDE, entre estos Chile, debiesen eliminar por completo el uso del carbón en la generación de electricidad para el 2030 [xxi]. Además, no se condice con el discurso que presentó el Presidente Piñera ese mismo año ante la Asamblea General de Naciones Unidas, donde señaló "no basta con reconocer, también hay que tomar acciones, por eso los problemas de contaminación y de intoxicación que afectaron a muchas personas en las comunas de Quintero y Puchuncavi fueron un problema frente al cual asumí el compromiso de enfrentarlo con decisión, voluntad y urgencia" [xxii].

No es de extrañar, en este contexto, que se hayan formado distintas agrupaciones en resistencia al extractivismo como Mujeres de Zonas de Sacrificio en Resistencia Quintero y Puchuncaví, Mejiambiente, Movimiento Tocopilla Vuelve, Brigada SOS Huasco y Colectiva Popular Feminista Coronel, que llevan años organizándose para luchar en contra del modelo de producción energética que pone en grave peligro la vida y la salud de todas y todos. De acuerdo al lento actuar de las autoridades, estas y otras organizaciones del país en octubre del presente año, solicitaron a las y los parlamentarios “terminar de una vez por siempre con la vergüenza de las Zonas de Sacrifico, mediante su apoyo al proyecto de Ley de cierre de las termoeléctricas a carbón para el año 2025” [xxiii].

Mañana, 12 de diciembre, se cumplen 5 años de la firma del Acuerdo de Paris, y marcan un momento clave para nuestro planeta: en apenas 30 años más, en el 2050, nuestra sociedad tendrá que haber descarbonizado su economía por completo, si es que tiene la sincera intención de mitigar los efectos del cambio climático, y así no solo permitir que las generaciones que vienen tengan un futuro, sino también, que las generaciones actuales tengan un presente digno.

Hacer el cambio hacia una economía consciente de los límites planetarios, que resguarde los derechos de toda persona y no solo de unas pocas, requiere, nada menos, que una revolución energética a nivel mundial, es decir, de un realismo radical y sin precedentes. El desafío es gigantesco, y tenemos el deber de estar a la altura, para que nunca más un derecho humano básico deba ser “sacrificado” en post del desarrollo.