El 18 de octubre y el fin del espejismo

A nuestra especie le encanta encasillarlo todo. Hemos creado extensas metodologías para clasificar personas, estrellas, alimentos, rocas y cuánta cosa se ponga por delante. La tesis es que, si podemos separar las partes de un todo, seguramente podremos entender ese todo de mejor manera. Como quién desarma una máquina descompuesta para encontrar la pieza a cambiar. Pero el mundo no funciona siempre así. Vivimos en un planeta íntimamente interconectado. El desierto del Sahara poliniza a la selva del Amazonas. El hielo de la cordillera inevitablemente llega al mar. Los gases que se emiten en el hemisferio norte desencadenan crueles incendios en el sur. La revuelta del 18 de octubre del 2019 es evidencia de nuestro afán de abordar por separado temas tan relacionados como naturaleza y bienestar, ecosistemas y salud, medio ambiente y justicia.

El carbón destruye la vida

Entre los años 1990 y 2015 Chile aumentó su PIB en 237%, y en el mismo periodo aumentó la extracción de sus “recursos” naturales en un 256%[1]. Si bien este crecimiento ha sido visto como una muestra de avance, bajo los parámetros clásicos de desarrollo económico, lo cierto es que este proceso ha desembocado en que el 83% de las especies de peces clasificadas en Chile tenga algún nivel de amenaza a su conservación, lo mismo para el 71% de anfibios, el 62% de reptiles, el 53% de aves y el 30% de mamíferos; así mismo, la mitad de nuestros ecosistemas terrestres se encuentran amenazados, especialmente en el centro y sur del país[2], zona de inmenso valor biológico y que ha sido considerada como uno de los 35 hotspots mundiales de biodiversidad[3].

Hay quienes podrían pensar que algún sacrificio se debía hacer por el bienestar económico de la población, ya que, efectivamente, se ha aumentado su poder adquisitivo y su ingreso per cápita. Sin embargo, existe evidencia concreta de que la desigualdad del país sigue siendo abismal. Chile es uno de los países con mayores niveles de concentración de la riqueza al interior de la OCDE, y supera a países vecinos como Argentina, Perú y Bolivia[4], lo que se refleja, por ejemplo, en que el 33% del ingreso que genera nuestra economía es captado por el 1% más rico de la población[5], o en que el 69% de los trabajadores del país gana menos de $550.000 líquidos[6]. La desigualdad también se refleja en un brutal centralismo, ya que la mayor cantidad de conflictos sociales por habitante se producen en regiones donde los índices de desigualdad son iguales o superiores al promedio nacional[7], entre los cuales se encuentran aquellos derivados de la destrucción de la naturaleza, los que representaron un 11% de las protestas ocurridas en Chile entre los años 2012 y 2017, solo superadas por las protestas laborales (42%) y de educación (16%)[8].

Vale la pena preguntarse, entonces, ¿a beneficio de quién hemos sacrificado nuestro patrimonio natural? Durante estos años, mientras aumentábamos la capacidad de producción del país, miles respiraban veneno cerca de alguna central a carbón. Mientras alguna autoridad promovía una flota de buses eléctricos, comunidades ancestrales veían como sus salares se secaban para sacar litio. Mientras las exportaciones de la gran agroindustria se disparaban, incontables familias rurales quedaban desabastecidas de agua potable. Mientras la industria forestal florecía, la biodiversidad de nuestros bosques nativos mermaba. Aquellos que piensan que algún sacrificio era necesario, seguramente desconocen que el agua que toman todos los días proviene de glaciares en franco retroceso, o que los alimentos que consumen dependen de insectos polinizadores cada vez menos frecuentes.

La verdad es que por décadas nos hemos conformado con un premio de consuelo: la ilusión de la libertad, a través de lo que compramos, de una carrera profesional, de unas cortas vacaciones lejos de la ciudad, del eterno endeudamiento, de nuestro voto. Normalizamos la violencia contra la naturaleza, tanto como normalizamos la violencia hacia cualquier ciudadano que alzara la voz o que no encajara en este oasis latinoamericano. Aprendimos a mirar para el otro lado y hacer la vista gorda, y cuando por fin nos atrevimos a levantar los ojos, vimos que ese oasis en el desierto no era más que un espejismo.

El 18 de octubre nos despertó de un largo letargo. Ya no queda duda de que el extractivismo genera y perpetúa desigualdades, y es tiempo de poner fin a la trampa de que sólo a través de un crecimiento sostenido, arraigado en la destrucción de la naturaleza, podremos entregar bienestar a nuestra sociedad. No hay justicia social sin justicia ambiental, ni hay economía sin planeta.

 

[3] Mittermeier, R. A., Turner, W. R., Larsen, F. W., Brooks, T. M., & Gascon, C. (2011). Global biodiversity conservation: the critical role of hotspots. In: Biodiversity hotspots (pp. 3-22). Springer Berlin Heidelberg.