Debate constitucional en Chile: entre la reforma y la refundación

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Marcha del 5 de octubre en la cual participó la iniciativa MarcaTuVoto

A 23 años de producida la transición y a 40 años del golpe de Estado,  este año con más fuerza que nunca se instaló en la sociedad y en las  discusiones políticas la idea de establecer un nuevo texto Constitucional. La Constitución se transformó en un problema para el desarrollo  económico, social y avance de los derechos sociales. En este artículo  explico por qué y cómo se ha producido este proceso. Adicionalmente  explico las alternativas políticas que existen al día de hoy y los escenarios probables para avanzar en un nuevo marco Constitucional democrático.

Constitución y poder: El punto de partida.

La Constitución de 1980 se diseñó en dos períodos. Después del golpe  de Estado, entre 1974 y 1980, el régimen de Pinochet estableció una  comisión constitucional que incorporó a diversos constitucionalistas  cercanos al régimen. El borrador, fue revisado por la Junta Militar (que  actuaba de poder legislativo) y fue sometido a ratificación en un  plebiscito que se realizó el 11 de septiembre de 1980, a siete años del  golpe de Estado. Los actores que concibieron la Constitución de 1980 lo hicieron  pensando en cómo resolver los problemas del pasado inmediato. Pero  aquella mirada hacia atrás ciertamente se proyectaba con miras a  definir un futuro institucional. Las motivaciones del diseñador se  orientaban a conseguir tres objetivos: presidencialismo fiscalizado,  despartidización e inmovilismo institucional. Como se dijo, la Constitución de 1980 estableció un fuerte  presidencialismo, lo que redujo el poder relativo del Congreso. Lo hizo  mediante un complejo sistema de control y chequeo de poderes del  Ejecutivo por parte de una serie de instituciones, a las cuales se les  confería poderes y relativa autonomía para actuar en este nuevo marco  normativo. Entre los poderes otorgados al Presidente en la versión  original de la Constitución, destacan los siguientes: i) un período de  gobierno de ocho años; ii) poder de convocatoria a plebiscito; iii)  facultad de disolver la Cámara al menos una vez durante su período  presidencial, salvo en el último año de ejercicio del mando; iv)  nombramiento de ministros, intendentes, gobernadores, embajadores y  alcaldes; v) disponer de las urgencias en materia legislativa, y vi)  iniciativa exclusiva de ley para una serie de temas que involucraban  presupuesto, procedimientos de negociación colectiva, normas de  seguridad social y creación de servicios públicos.

Pero al mismo tiempo la nueva Constitución estableció una serie de  mecanismos para controlar al Ejecutivo, otorgando una autonomía relativa y cierto poder de veto a cuatro instancias: la Contraloría General de la República, el Tribunal Constitucional, el Consejo de Seguridad  Nacional y las propias Fuerzas Armadas. Veamos:

Contraloría General de la República

Es un  organismo autónomo cuyas  funciones son controlar la legalidad de los actos de la administración,  fiscalizando el ingreso y la inversión de los fondos del Fisco, de las  municipalidades y de los demás organismos y servicios que determinen  las leyes; examinando y juzgando las cuentas de las personas que  tengan a su cargo bienes de esas entidades, y llevando la contabilidad  general del país. De acuerdo con el texto constitucional, el contralor  general es designado por el Presidente de la República con acuerdo del  Senado, adoptado por la mayoría de sus miembros en ejercicio, y goza  de inamovilidad en su cargo hasta cumplir 75 años. El principal cambio introducido en la Constitución de 1980 es que elevó  el acto de toma de razón por parte de la Contraloría a un rango  constitucional. Aunque se mantuvo la fórmula de insistencia mediante la cual el Ejecutivo podía alegar la legalidad de un decreto con la firma de  todo el gabinete, sí señaló que en casos como decretos con fuerza de  ley, decretos promulgatorios de una ley o una reforma constitucional se requería la consulta al Tribunal Constitucional. Esto se hizo pensando en  el comportamiento de los Presidentes Frei y Allende que, a juicio de los  miembros de la comisión constituyente, habían abusado de ese poder.

Tribunal Constitucional (TC)

Tiene las mismas atribuciones que en 1970, cuando se creó. De acuerdo con la Constitución, su misión principal es  ejercer el control de constitucionalidad de las leyes orgánicas  constitucionales, antes de su promulgación, y de las leyes que  interpreten algún precepto de la Constitución, incluyendo tratados,  decretos con fuerza de ley y la resolución de cuestiones de  constitucionalidad cuando se convoque a un plebiscito. Una de las  nuevas funciones del TC, según la Constitución de 1980, era declarar la  inconstitucionalidad de las organizaciones y de los movimientos o  partidos políticos que, de acuerdo con el artículo 8° de la Constitución,  atentasen contra las bases de la institucionalidad; también declarar la  responsabilidad de las personas que atenten o hayan atentado contra el  ordenamiento institucional de la República. Sin embargo, si la persona  afectada fuese el Presidente o Presidente electo, dicha declaración  requerirá del acuerdo del Senado adoptado por la mayoría de sus  miembros en ejercicio. La designación de los miembros del Tribunal Constitucional constituía la  principal fuente de preocupación de los redactores de la Constitución, ya que antes de 1973 la mayoría de los miembros (tres de cinco) eran  designados por el Presidente de la República con acuerdo del Senado. En la nueva modalidad se le dio el papel más relevante a la Corte Suprema,  que elegía a tres de los siete miembros, mientras que dos eran  seleccionados por el Consejo de Seguridad Nacional (en el que los  militares tenían el 50% de los asientos), uno por el Senado y otro por el  Presidente de la República. Se estableció que los miembros del TC  duraran ocho años en sus cargos, que se renovaran parcialmente cada  cuatro años, y que esta designación era de carácter inamovible.

Consejo de Seguridad Nacional (CSN)

Se creó principalmente para  asesorar al Presidente de la República en cualquier materia vinculada a  la seguridad nacional en que este lo solicite; para representar, a  cualquier autoridad establecida por la Constitución, su opinión frente a  algún hecho, acto o materia que a su juicio atente gravemente contra  las bases de la institucionalidad o pueda comprometer la seguridad  nacional; y para recabar de las autoridades y los funcionarios públicos  todos los antecedentes relacionados con la seguridad exterior e interior  del Estado. Además le correspondía la muy relevante función de  nombrar a dos integrantes del Tribunal Constitucional y a cuatro oficiales retirados de las Fuerzas Armadas como senadores designados, de un  total de 9 que eran designados. El CSN estaba presidido por el Presidente de la República e integrado por los presidentes del Senado y de la Corte Suprema, por los comandantes  en jefe de las Fuerzas Armadas y por el general director de Carabineros.  Participaban también como miembros, con derecho a voz, los ministros  de Interior, Relaciones Exteriores, Defensa Nacional y Economía y  Finanzas. El Consejo podría ser convocado por el Presidente o a solicitud  de dos de sus miembros, y requeriría como quórum para sesionar la  mayoría absoluta de sus integrantes con derecho a voto. Con esa composición y esas atribuciones, el CSN quedaba con una  mayoría de cuatro uniformados y una minoría de tres civiles. Además,  podía ser convocado por una minoría que no necesariamente pasaba por el Presidente de la República, lo que creaba un potencial conflicto de  poderes. Su función principal –de no existir una crisis institucional– era  intervenir en la designación de autoridades en el Senado y en el Tribunal Constitucional. Así las Fuerzas Armadas podrían influir en el sistema  político y al mismo tiempo se les garantizaba una gran autonomía, ya  que los comandantes en jefe gozaban de la inamovilidad en sus cargos  por el tiempo de su designación (cuatro años).

La compleja red de balances y contrabalances sobre el Presidente de la  República tenía por objetivo establecer controles supuestamente «apolíticos» del sistema y prevenir que la autoridad del Presidente se  «desbordara». El primer punto se puede ilustrar con el debate de la comisión sobre la composición del Tribunal Constitucional.  Desde el punto de vista de la “despartidización”, la comisión que  estudiaba la nueva Constitución debatió intensamente sobre los  mecanismos de elecciones. De aquellas discusiones se desprende una  fuerte inquietud ante la eventual aceptación de fuerzas que  propugnaran visiones radicales y antisistema. Había preocupación por  que fueran electos gobiernos de minoría, que el sistema político fuese  monopolizado por los partidos, lo que impediría la expresión de  corrientes independientes, y también por la atomización del sistema  político, que fue característica del período anterior.

El propio general Pinochet expresó su inquietud cuando envió un  comunicado a la comisión, el 10 de noviembre de 1978, indicando que sería recomendable «el establecimiento de sistemas electorales que  impidan que los partidos políticos se conviertan en conductos monopólicos de la participación ciudadana, y en gigantescas  maquinarias de poder que subordinen a los legisladores a órdenes de partido, impartidas por pequeñas oligarquías que dirigen los partidos sin  título ni responsabilidad real alguna» (Actas de la Comisión Constitucional).

El tercer objetivo de la Constitución de 1980 era establecer una camisa  de hierro, un marco tan rígido para las reformas constitucionales que  fuera imposible modificarla. Así, además del diseño institucional que  creaba un sistema de balances externos a la autoridad presidencial, y de la expectativa de reducir el papel de los partidos en el sistema político,  el régimen militar buscó dificultar la posibilidad de reformas a la  Constitución, especialmente a través de la creación de las leyes  orgánicas constitucionales, que requieren de una amplia mayoría para  ser aprobadas.

El espíritu original de los creadores de la Constitución de 1980 fue  establecer un estatus intermedio entre la Constitución y las leyes ordinarias. En opinión de los partidarios del régimen, se requería que  ciertas áreas críticas, como el sistema económico, los medios de comunicación, la formación de ley y la aprobación de tratados,  estuvieran bajo un estatus especial. En el espíritu original de la Comisión Constitucional, se propuso una graduación de las leyes desde mayorías  simples de los presentes en sala para normas comunes hasta dos tercios de los diputados y senadores en ejercicio para reformas al texto  constitucional. El texto de 1980 aprobó una versión menos restrictiva,  equiparando las leyes orgánicas con las constitucionales, con un alto  quórum (tres quintos). La reforma de 1989 permitió un cambio menor al  establecer un quórum de cuatro séptimos en ambas cámaras para las  reformas de las leyes orgánicas. Como se ve, no solo se trataba de  diseñar instituciones sino de dificultar la posibilidad de reformarlas en el  futuro.

Dieciocho áreas temáticas se incorporaron como leyes orgánicas. Se  incluyeron áreas económicas relevantes como las concesiones mineras,  los consejos regionales de desarrollo y el Banco Central, entre otras.  También una serie de aspectos institucionales como el Tribunal  Calificador de Elecciones, el Servicio Electoral, el Registro Electoral,  partidos políticos, municipios, el Congreso Nacional, gobiernos y  administración regional, y la administración del Estado. La ley orgánica  de enseñanza se incorporó por ser un tema social clave para las  autoridades militares. Finalmente, se incluyeron asuntos de seguridad  asociados a la estructura de las Fuerzas Armadas y las policías civil y  uniformada, así como los estados de excepción. Es interesante observar  que seis de estas iniciativas fueron aprobadas por la Junta de Gobierno  antes de que se perdiera el plebiscito que definía la continuación de  Pinochet en el poder, y que algunas de ellas se aprobaron durante las  dos semanas previas a que dejara el mando de la nación. De esta forma, el nuevo marco institucional no solo creaba un sistema  presidencial fuerte con «controles externos» al sistema político por parte de las Fuerzas Armadas y de órganos designados; también establecía  mecanismos que inhibían una eventual reforma.

Al promulgar la nueva Constitución, Pinochet intentaba simultáneamente varias cosas. En primer lugar, hacer participar activamente del nuevo  entramado institucional a las Fuerzas Armadas y de Orden, como  poderes de «veto» del sistema político. En segundo lugar, restablecer el  poder presidencial como un valor crucial en el sistema político, tal cual  se había pensado en la república conservadora en el siglo  XIX. Finalmente, buscaba legitimar su régimen mediante actos imbuidos de  extremo simbolismo. Así, rompiendo con la tradición histórica que  establecía la inauguración del período presidencial el 4 de septiembre,  Pinochet impuso que ello ocurriría el 11 de marzo, fecha que se  mantiene hasta el día de hoy. Aquel 11 de marzo de 1981, anunció  oficialmente la inauguración de un nuevo momento en su gobierno y el  traslado al Palacio de la Moneda: «Al trasladarme oficialmente al Palacio  de La Moneda, la vieja casa de los Presidentes de Chile, siento en mi  espíritu la emoción y el llamado exigente de la historia. En tan  significativo instante, pido a Dios Todopoderoso, con la humildad del  soldado y la fe del gobernante, que me ilumine en la difícil tarea de  conducir a nuestra querida patria por el camino de su mejor tradición y  que continúe dándonos su protección ante la acción desquiciadora y mal intencionada, tanto interna como externa» (Pinochet, 1981).
 

La política del gradualismo: Chile 1989-2010

En 1988, el general Pinochet convocó a un plebiscito donde se le  consultó a la ciudadanía si quería continuar el régimen por otros 8 años más, o bien, se convocaría a elecciones al año siguiente, en diciembre  de 1989. Como Pinochet perdió el plebiscito, se produjo un cambio en el  escenario político que estimuló que actores relevantes de la vida  nacional propusieran reformas a la Constitución como un camino para  una transición más pacífica. En efecto, pasado el plebiscito se establecieron conversaciones  informales con la oposición –que pasó a llamarse Concertación de Partidos por la Democracia– para avanzar en algunas reformas  constitucionales. Además de la oposición, la Iglesia Católica y sectores  liberales de derecha se inclinaron por esta postura. La primera reacción  del régimen fue defender el itinerario planificado y negarse a realizar reformas constitucionales. No obstante, algunos de sus propios  miembros, además de representantes políticos que apoyaron la permanencia de Pinochet plantearon explícitamente la posibilidad de  realizar reformas.

Las propuestas de la oposición planteaban reformas mínimas de la  Constitución, propuestas que apoyaron algunos partidos de la derecha moderada. Renovación Nacional—un partido de derecha, tuvo un papel  crucial ya que pese a apoyar al régimen se mostró partidaria de realizar  ciertas transformaciones. La Concertación, con el auspicio de la  Asociación Chilena de Ciencia Política, encabezada por el profesor  Gustavo Lagos, estableció una comisión de reformas constitucionales en  la que participaron nueve abogados y que se propuso estudiar los  siguientes seis puntos: reforma a la Constitución, composición y  generación de la Cámara de Diputados y del Senado, artículo 8º referido  a la proscripción de partidos políticos, composición y estructura del  Consejo de Seguridad Nacional, inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y Carabineros, e incompatibilidad de la calidad  de dirigente gremial y militante de un partido político. La preocupación  clave para la Concertación era generar las condiciones para la futura  transformación de la Constitución, más que proponer una posición  maximalista de cambios constitucionales.

El siguiente paso, en diciembre de 1988, fue crear una comisión mixta  entre la Concertación y Renovación Nacional, en la que incluyeron a  académicos y constitucionalistas. En marzo de 1989 se propiciaron  reuniones entre la comisión y el régimen militar, canalizadas por el  Ministerio del Interior. Pero los diálogos entre gobierno y oposición no  constituyeron propiamente una negociación política: el primero escuchó  los planteamientos de los opositores, pero se reservó hasta el último  momento la redacción y el contenido de lo que sería sometido a  plebiscito. El 5 de abril de 1989, la comisión de la Concertación y Renovación  Nacional propuso públicamente una serie de medidas: por lo pronto, la  supresión de los senadores designados y del artículo 8º de la  Constitución, el aumento del número de congresistas y la reforma a los  estados de excepción, entre otras materias. Por parte de la comisión  técnica mantenían el diálogo con el gobierno Patricio Aylwin (PDC) y Sergio Onofre Jarpa (RN), mientras que por parte del gobierno lo hacían  el ministro del Interior Carlos Cáceres y el general Jorge Ballerino. El régimen militar desestimó las propuestas de este grupo y el 28 de  abril el gobierno informó de un paquete de reformas que sería sometido a plebiscito. Cuatro días después, mediante una declaración pública la  Concertación rechazó la propuesta, indicando que se trataba de un retroceso en el deseo nacional de avanzar hacia la democracia. En  particular, lo que objetaba era la exigencia de dos congresos sucesivos para probar ciertas reformas constitucionales (es decir, dieciséis años) y  la negativa del régimen militar a eliminar los senadores designados. Dos días después, el gobierno dio por concluidas las negociaciones  advirtiendo que se haría el plebiscito de reforma constitucional en sus  términos.

El plebiscito de reformas constitucionales de 1989 le permitió al régimen potenciar la autonomía militar a cambio de ceder en ciertos ámbitos  sensibles para la oposición. Cuando se dio a conocer el paquete de  reformas hubo reparos dentro de la oposición. Ricardo Lagos, por  ejemplo, criticó las falencias de la negociación y las condiciones de  privilegio en que quedarían los militares. Sin embargo, terminaron  dominando las posiciones más moderadas, que vieron en esta reforma el inicio de un proceso político de cambios graduales. Con el paquete de  56 reformas constitucionales que se había resuelto, el gobierno llamó a  un nuevo plebiscito el 30 de julio de 1989. Los cambios se referían  principalmente a los derechos políticos, pues se eliminaba la cláusula  que proscribía «doctrinas totalitarias» y la posibilidad del exilio; se  realizaban cambios en los quórum para permitir reformas  constitucionales y se restringía la capacidad del Ejecutivo para disolver  la Cámara; aumentaba el número de senadores, lo que daba a las  fuerzas de oposición la posibilidad de alcanzar una mayoría relativa en el Senado a mediano plazo, y reducía el período presidencial por una sola  vez, estableciendo un mandato de cuatro años sin posibilidad de  reelección para el primer gobierno de transición.

Después del retorno a la democracia, el 11 de marzo de 1990, se han  aprobado en el Congreso 25 reformas a la Constitución, siendo la más  trascedente de ellas, el acuerdo establecido entre el gobierno de centro- izquierda de Ricardo Lagos y la oposición en agosto de 2005 y que  suprimió gran parte de los enclaves autoritarios. La estrategia de todos  los gobiernos de centro-izquierda desde el retorno de la democracia  (Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet) fue generar acuerdos políticos básicos  con la derecha. Como la derecha gracias a los senadores designados  controlaba la mayoría del Senado hasta por lo menos marzo de 2006;  entonces la única alternativa posible para las autoridades políticas era  establecer una negociación y aceptar los términos de la negociación con la coalición de derecha. Ricardo Lagos asumió la presidencia el 11 de marzo de 2000. Al igual  que los gobiernos anteriores, su agenda programática estaba marcada  por el desafío de promover al mismo tiempo el crecimiento y la equidad.  La agenda de reformas constitucionales, que incluía las reivindicaciones  ya tradicionales en la Concertación de proponer la eliminación de los  enclaves autoritarios, además de otras propuestas, ocupaba el décimo  lugar en las prioridades de su plan de gobierno.

Pero el escenario ahora era particularmente sensible a la revisión del  pasado. El general Pinochet había retornado al país después de haber  estado arrestado por dos años en Londres, y su retorno fue en una  posición desmejorada y políticamente adversa por la presentación de  juicios por violaciones a los derechos humanos en su contra. Muchos  vieron por televisión el momento en que, al bajar del avión que lo trajo  desde Londres, se levantó de la silla de ruedas y saludó desafiante a sus leales seguidores. Además, la derecha había estado muy cerca del  triunfo en las elecciones: la Alianza había acariciado la idea de instalarse en La Moneda y, como veremos más adelante, había comenzado a  revisar su discurso acerca del pasado, al punto de que sus principales  líderes manifestaron la posibilidad de realizar algunas reformas políticas. Lagos aprovechó ese momento para proponer una reforma integral a la  Constitución.

En su primer discurso ante el Congreso, el 21 de mayo de 2000,  sostuvo: «Si queremos equiparar nuestro desarrollo económico con nuestro desarrollo humano, debemos enfrentar con madurez las  reformas a la Constitución. A comienzos del tercer milenio, ya no se trata de una cuestión de poder, sino de sentido común y modernidad.  Necesitamos un orden constitucional que nos interprete plenamente a todos. La Constitución actual tiene veinte años. En este lapso ya ha sido  modificada. Ha llegado la hora de someterla a una evaluación global  para adecuarla a los tiempos de hoy y darle toda la legitimidad que  requiere como norma jurídica superior del Estado» (Lagos, 2000: 26). Como ya se dijo, el Presidente y sus asesores captaron que se estaba  viviendo una coyuntura muy particular y favorable a la revisión de la  Constitución. Así, entre mayo y julio de ese año, Lagos exploró con el  presidente del Senado, Andrés Zaldívar, una fórmula para viabilizar la  reforma. Coincidieron en que el espacio ideal para alcanzar el consenso  era el Senado, donde la derecha tenía mayoría, y Zaldívar inició una  ronda de conversaciones informales con senadores de la Alianza y la  Concertación, que culminó en la presentación de dos mociones  independientes, sometidas a trámite legislativo en la Comisión de  Constitución del Senado a comienzos de julio de 2000.

Mientras en el país las principales informaciones se relacionaban con los  cientos de casos presentados ante la justicia en contra del general  Pinochet, en privado la Comisión de Constitución del Senado discutía  una de las reformas más relevantes después del retorno a la  democracia. La Comisión se transformó en el espacio donde, durante  poco más de un año, hasta noviembre de 2001, se discutieron ambas  propuestas de modo de integrarlas en una sola y posibilitar un consenso  entre coaliciones. Luego el proyecto fue discutido en el Senado por tres años más, hasta su aprobación inicial en noviembre de 2004. Se emitieron tres informes de  comisión y se discutieron 107 indicaciones de los diputados. Entre el 16  y el 17 de agosto de 2005, finalmente, el proyecto fue despachado y  promulgado por el Ejecutivo.

Entre las reformas más importantes  destacan la supresión de los senadores designados y vitalicios; la  reducción de las atribuciones y composición del Consejo de Seguridad  Nacional; la restitución de la facultad del Presidente de la República de  llamar a retiro a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y al  general director de Carabineros; la alteración de la composición del  Tribunal Constitucional, que aumentó el rol del Congreso en la  nominación de ministros de ese tribunal; la ampliación de las facultades  de la Cámara de Diputados de fiscalizar actos del Ejecutivo; la reducción  del mandato presidencial de seis a cuatro años sin posibilidad de reelección consecutiva; la reforma a los estados de excepción  constitucional para asegurar un mejor control de derechos; la  eliminación de la legislatura extraordinaria; la incorporación de cláusulas de probidad y transparencia con rango constitucional, y el cambio en las normas para la obtención de la ciudadanía, que pasó de  ius solis a  ius  sanguinis , entre otras materias. Características del proceso de reformas.

¿Qué concluimos sobre el proceso político chileno al observar el  comportamiento de los actores políticos en los últimos 20 años? Lo  primero que concluimos es que la “ambición” de corto plazo es el  principal aunque no único motivante de la acción política. No cabe duda  que en tomar decisiones, los actores observan cómo aquellas nuevas  normas les afectan a ellos mismos. Por ejemplo, tres veces ha sido  reformado el período presidencial (a 4 años por la transición, de 8 a 6  años en 1993 y de 6 a 4 años en 2005). ¿La razón? Los actores políticos  percibían que si se acortaba el período, resultaría más probable que  ellos pudiesen algún día ocupar la presidencia. El cálculo egoísta es  parte de las decisiones. Pero también ideas, rutinas, un fuerte apego al pasado, y conflictos  entre instituciones son factores que inciden en una decisión. Develar las  complejidades de una transición inacabada es el espíritu que me animó  a escribir este volumen. Lejos de intentar una explicación simple, parsimoniosa y elegante; lo que busco es la complejidad. Piensen, por ejemplo, en el debate sobre la designación de ministros del  Tribunal Constitucional. Allí operó una fuerza corporativa de la Cámara  de Diputados que deseaba incidir en la designación de miembros del TC. Ello rompería esta “tradición” del Senado como cámara que nombra y la  Cámara como una corporación que juzga.  La primera conclusión entonces que la ambición es una fuerte  motivación para el cambio político, pero que esa ambición es canalizada  institucionalmente.

Segundo, no vivimos en un momento constitucional, pero tampoco en un momento de “normalidad”. Bruce Ackerman sostiene que las sociedades viven dos momentos; un “momento constitucional” donde las reglas del  juego se redefinen y un segundo momento de “normalidad”, donde  convivimos bajo un paraguas de reglas pre-establecidas.  Pues bien, ¿En qué momento se encuentra Chile, cuando 90 de los 120  artículos de la Constitución se han alterado? ¿Cuándo en nuestro  Congreso se presentan 17 reformas constitucionales en promedio cada  año? ¿Podemos decir que estamos en un momento de normalidad?  Sostengo que vivimos en normalidad pero bajo el asedio continuo del  cambio. Sostengo que, aunque no hemos experimentado un momento  crítico constitucional, tampoco vivimos en una sociedad con una  aceptación sustantiva de las reglas que nos fueron impuestas. En Chile,  al menos nuestra élite no manifiesta una lealtad sustantiva con la  Constitución que nos rige.

Pero atención, el gran número de reformas establecidas en Chile se han  hecho con el concurso de las fuerzas que pensaban en defender esta  Constitución. Es la Constitución más reformada de la historia de Chile  pero gracias al acuerdo del conjunto de fuerzas políticas representadas  en el Congreso. ¿Podemos convivir con una Constitución a la que no  queremos, que no respetamos? ¿Podemos vivir en un sistema bajo el  asedio permanente del es cambio? Un economista nos diría que lo que  pasa en Chile es altamente ineficiente. La Constitución debiese dar un  paraguas de estabilidad. Y sin embargo, la experiencia política muestra  lo contrario. Un reformismo creciente e incesante. En Chile decidimos  durante 20 años ignorar la cuestión de la legitimidad y vivir a partir de la reforma: “debemos—dijo Aylwin, deliberadamente evitar cuestionarnos  sobre la legitimidad de la Constitución”. Ignorar su origen y convivir con ella con la esperanza de cambiarla. Ese acto deliberado de matrimonio  por conveniencia es lo que marca la transición. Por eso hablo de una  transición inacabada. Hemos decidido evitar mencionar el origen  ilegítimo y fraudulento de la Constitución. Tercero, existe consenso sobre necesidad de modificar las reglas del  juego. Lo interesante del momento actual, es que existe un consenso  amplio sobre la necesidad de cambiar al menos tres aspectos sustantivos de la Constitución: (a) aminorar el excesivo poder del Ejecutivo (descentralizar, traspasar poderes al Congreso); (b) promover una ampliación de la carta de derechos políticos, civiles y sociales; y (c)  mejorar los sistemas de representación política. Presidencialismo,  derechos y representación están en el centro de atención política hoy en Chile.

En el verano de 2012, el partido de derecha liberal RN y el de centro la  democracia cristiana (PDC) sostenían que el presidencialismo en Chile  estaba agotándose. Que se requería establecer un nuevo régimen  político de carácter semi-presidencial. Adicionalmente se han presentado propuestas asociadas a derechos sociales (incluyendo el reconocimiento  constitucional de pueblos originarios), de reemplazo del sistema  binominal, de ampliación de poderes de la ciudadanía para interpelar al  sistema de representación, etc. El argumento de comienzos de la  transición asociado a que la Constitución, el binominal y los senadores  designados eran la garantía de la estabilidad, hoy es reemplazado por  otro: se requerirían nuevas reformas para establecer mecanismos de  estabilidad institucional.

Con mayor o menor énfasis, un importante grupo actores del espectro  político observa la Constitución como un obstáculo para lograr una sociedad más justa, más democrática, más representativa. Se trata de  un cuestionamiento que deriva de las necesidades de las nuevas generaciones, que descubren que el marco Constitucional les impide una vida mejor. Hoy el debate sobre lucro, rol del Estado, la propiedad del  agua, el reconocimiento de pueblos originarios, los derechos sexuales y  reproductivos, etc. todo pasa por la Constitución. Aunque existe un  cuestionamiento a su legitimidad de origen, los temas que hoy mueven  al debate constitucional se relacionan más con nuestro presente y  futuro. Parece ser que la sociedad avanza a un paso más acelerado que  esta pesada carga institucional que tenemos.
 Cuarto, la aceptación de la necesidad de la reforma plantea  necesariamente la pregunta de quién es el llamado a realizar el cambio.  Hoy, nadie dudaría que la soberanía reside esencialmente en la  ciudadanía, en el pueblo. Camilo Henriquez, en 1813, lo remarcaba  cuando señalaba que “La soberanía reside en el pueblo. Ellas es una e  indivisible”. Pero la pregunta presente hoy se refiere a si es legítimo que  los representantes asuman el ejercicio de la soberanía en representación del pueblo. ¿Pueden nuestros representantes transformar  completamente la Constitución sin el pueblo tener nada que decir al  respecto? Camilo Henriquez, aquel personaje de 1813, nos diría que no,  pues “una porción del pueblo no es la soberanía, ni puede ejercer la  potencia soberana del pueblo entero”.

En las 25 reformas hechas en democracia, los y las congresistas  actuaron en tanto poder constituyente. Juan Hamilton, un senador del PDC, reafirmaba con vehemencia que “el Parlamento tiene la plenitud de la facultad Constituyente”. Desde el punto de vista de la teoría democrática esta circunstancia podría justificarse cuando el  representante actúa en virtud de un mandato soberano de la ciudadanía. La dificultad del momento actual es que la legitimidad de aquel mandato se ve cuestionada por el sistema binominal, por una serie de barreras al  ejercicio de la soberanía popular, por la desconfianza hacia las  instituciones representativas. En mi opinión, el dilema democrático más  severo es este: ¿Pueden nuestros representantes hoy definir el destino  de la nación sin tener que someter ninguna de esas trascendentes  decisiones al escrutinio popular? ¿Basta con una reunión de pasillo en el  Congreso para dirimir el futuro del binominal?

La élite que ha conducido nuestra transición delimitó el marco de lo  posible en 1984. Había que jugar bajo estas reglas del juego. Entonces,  nos acostumbramos a convivir en reglas del juego que  intencionadamente ignoran la potencia soberana del pueblo. El representante se convirtió en constituyente; y el constituyente se alejó  de sus representados. La oligarquización de la política permitió transitar  a la democracia, pero no ha permitido consolidarla. Sintetizo entonces lo señalado hasta aquí en lo siguiente: dadas las transformaciones sociales, gran parte de la élite política chilena está  convencida que es necesario adaptar las reglas del juego. Existe un consenso reformador del pacto fundante. Ya sea porque es ilegítimo, o  porque ha sido ineficiente, se sostiene que es necesario alterar las reglas del juego. Se busca democratizar las regiones (ley de cores),  controlar el lobby, reducir el mandato presidencial, promover primarias,  alterar la obligatoridad del voto. Pero una significativa mayoría de la  élite prefiere hacer estos cambios desde arriba; como un pacto de élites. Sostengo que ese pacto está motivado por ambiciones partidistas de  corto plazo, que están mediadas por determinados marcos  institucionales, por una cancha que provee el margen de lo posible.
 

El efecto de las reformas constitucionales

¿Qué efecto ha tenido esta forma de hacer las cosas? Sostengo que el  efecto de esta estrategia reformista está erosionando y no profundizando la democracia. La ambición es una poderosa fuerza  definiendo las leyes. Y, al ir reformando la Constitución se han ido provocando inesperados efectos que aumentan y no reducen la brecha  entre política y ciudadanía. Se busca mejorar lo particular, pero se perjudica lo general. Las reformas esperadas serían aquellas que promuevan una mayor  participación ciudadana; mayor desconcentración de poder del Ejecutivo; mayor posibilidad de promover políticas públicas estables y de largo plazo, mayores niveles de transparencia; y mayor control sobre las  cúpulas partidistas. Pues bien, las reformas políticas implementadas en  los últimos diez años, precisamente van en sentido contrario: elitizan la  participación, no reducen el peso del Ejecutivo, incrementan la opacidad, y fortalecen el rol de las cúpulas partidistas. Observemos algunos casos: 2003. Se aprobó una ley de financiamiento electoral que permite  donaciones reservadas y secretas incentivando además las donaciones  de empresas con descuento de impuestos, y sin establecer ningún  mecanismo de control del gasto. Se estableció sistema de reemplazos al producirse vacancia  parlamentaria, dejando aquello en manos de las directivas de los partidos políticos, lo que ocasionó fuertes críticas de la ciudadanía al  perder la posibilidad de ser los ciudadanos los que definen quién es el  reemplazante. 2005. Se estableció la reducción del mandato presidencial de 6 a 4 años  sin reelección inmediata, desincentivando que las administraciones de  gobierno puedan plantear reformas significativas al contar con, en la  práctica, tres años de gobierno efectivo, si descontamos los períodos  electorales.  2009. Se estableció la inscripción automática con voto voluntario, lo que  reduciría la participación en elecciones, y la elitizaría al producirse un  efecto que son los sectores más educados, es decir, medios y medios- altos los más propensos a concurrir a las urnas. 2012. Se estableció un mecanismo de primarias simultáneas pero  voluntarias, permitiendo que sean los consejos generales de los partidos —y no sus militantes—quienes decidan su convocatoria. Lo anterior  incrementó el gasto de campañas, aumentó el poder de las directivas  para definir candidatos, e incrementó la desigualdad de competencia al  incrementar los costos de las campañas.

Lo que observamos, es un sistema político con un mayor número de  partidos pero menos competitivo. ¿Qué quiere decir esto? Cómo la solución a la competencia política se puso en manos del mercado (el que quiere compite, el que tiene acceso a recursos económicos gana) se han producido dos efectos nocivos para el sistema político: los partidos  políticos se hicieron cada vez más dependientes del poder económico; y  como resultado de lo anterior, se produjo una mayor desigualdad  política.
 Sostengo, entonces, que el ciclo de reformismo constitucional de nuestra era (1990-2013) está erosionando y no profundizando la democracia.  Mientras la sociedad demanda mayores niveles de transparencia,  participación, igualdad de competencia; el sistema político entrega  precisamente lo contrario. Los intereses particulares dominan por sobre  el interés general.
Ahora bien, ¿Es algo inusual este comportamiento? ¿Debiésemos  esperar algo muy distinto? Cuando sacamos la mirada del estudio del corto plazo y observamos el ciclo político constitucional de nuestra  república independiente; vemos patrones bastante regulares de comportamiento de los actores políticos:

Si observamos un ciclo de concentración de poder en el Ejecutivo en  momentos de crisis y de formulación de nuevas constituciones (1833,  1925, 1980); y un ciclo de desconcentración de poder en las etapas que  le siguen. Hoy vivimos por lo tanto, el ciclo de intentos sucesivos de  aminorar el excesivo poder del Ejecutivo. El segundo patrón reiterado,  es que las fuerzas políticas emergentes han siempre buscado alterar las  relaciones de poder del sistema, mediante la inclusión de nuevos  electores. A mediados del siglo XIX fueron los hombres sin propiedades;  a mediados del siglo XX fueron las mujeres; luego los analfabetos; y hoy  son los chilenos que viven en el exterior. La tercera recurrencia es que  siempre los nuevos arreglos constitucionales han estado definidos por  unos pocos, hombres, abogados, y de la región metropolitana. La  Constitución define las relaciones de poder en una sociedad. En Chile  esta definición de reglas ha quedado delimitada siempre por un selecto  grupo de hombres de la capital.

El debate político actual

La siguiente pregunta es si es posible un nuevo arreglo Constitucional.  Lo interesante del escenario post 2005, es que las importantes reformas  que señalábamos más arriba no han generado mayor lealtad con la  Constitución. De hecho, se han estimulado las propuestas en el  Congreso Nacional para reformar la Carta Constitucional. Entre 2006 y  2012 se triplicaron las propuestas de reforma constitucional en el  Congreso Nacional. Pero además, en el año 2009, tres de los cuatro  candidatos presidenciales que se presentaron en primera vuelta planteaban reformas sustantivas al régimen político y estas tres  candidaturas obtuvieron un 55% de las preferencias en la primera  vuelta. Las dos candidaturas más de izquierda aquel año (que obtuvieron  sumadas un 26%) planteaban abiertamente la necesidad de establecer una Nueva Constitución por la vía de una Asamblea Constituyente. No  obstante, en aquella elección presidencial en segunda vuelta triunfó la  alternativa de derecha del presidente Sebastián Piñera, con lo que se  diluyó cualquier posibilidad de avanzar en una discusión más sustantiva. Este año 2013 se ha planteado un interesante escenario, por cuanto la  candidatura con mayores posibilidades de ganar de Michelle Bachelet y  que representa a una coalición que va desde la Democracia Cristiana y  hasta el Partido Comunista, ha planteado la necesidad de contar con dos condiciones para avanzar en reformas estructurales en la sociedad: a)  contar con una nueva mayoría en el Congreso y b) establecer una  nueva Constitución. No se alterarán las condiciones sociales si ambas  condiciones no se dan. Lo interesante de esta propuesta es que por  primera vez desde el retorno de la democracia, una candidatura de la  coalición de centro-izquierda (Concertación) plantea abiertamente ya no  la idea de la reforma a la Constitución sino que de establecer  definitivamente una nueva.

Sin embargo, el debate parece contener un nudo ciego. Si no se tiene  una mayoría suficiente en el Congreso, no se puede establecer una nueva Constitución. Si no se establece una nueva constitución no  pueden realizarse reformas estructurales. Como ningún actor relevante quiere romper con la institucionalidad; cualquier cambio se debe  plantear dentro del marco constitucional establecido.  Pero como es muy probable que no se obtengan mayorías suficientes en  ambas cámaras, entonces el asunto se reduce a dos opciones: a)  encontrar dentro de la institucionalidad un orificio, una posibilidad  institucional como aprobar una reforma en el Congreso para posibilitar la convocatoria a un plebiscito, o b) convencer a un contingente  importante de la derecha de la necesidad de establecer ciertas reformas mínimas básicas para fortalecer el sistema político, convocar a una  comisión amplia, y volver al esquema de mecanismos de reforma desde  “arriba” (top-down), pero esta vez que sean más inclusivos. En esta  estrategia se podrían incorporar propuestas como la eliminación de las  leyes orgánicas, cambio de sistema electoral y la atenuación del  Presidencialismo exacerbado como parte de una agenda que dinamice una agenda política. Tal como ocurriría en un efecto de dominó, se  esperaría que alguna de estas reformas dinamice otras, que finalmente, terminen de establecer un marco de estabilidad institucional. Otra posibilidad es que desde la propia sociedad, desde la sociedad civil organizada se promueva algún mecanismo de presión social para  promover una nueva Constitución. La Campaña “Marcatuvoto” es novedosa en este sentido. Allí se plantea usar el voto como un  mecanismo de presión social. Lo que busca la campaña es llamar a los chilenos a marca su voto en las elecciones presidenciales con un signo  AC. La actual ley de votaciones de Chile indica que los votos que manifiesten claramente una preferencia, pero que tengan marcas serán  “objetados”, pero deberán contabilizarse a favor de quien se le expresó  esa preferencia. Adicionalmente, los vocales de mesa deberán dejar  constancia en las actas de las marcas realizadas.  Se trata entonces de una campaña social legal. Desde marzo de 2013 un grupo de actores transversales ha propiciado una campaña para generar presión en el sistema político, llamando a marcar el voto por una  Asamblea Constituyente. Si es efectiva esta campaña, se transformaría en un verdadero plebiscito. No sería vinculante, pero provocaría un  hecho político. Esta campaña ha ganado alta simpatía social por el contexto político y social que se está viviendo. Desde el año 2006, y  particularmente después del año 2011, varios movimientos sociales han  cobrado relevancia por sus demandas de mayor igualdad en el acceso a  educación; demandas por mejoras en la calidad del medio ambiente;  demandas de zonas territoriales o regiones del país que piden mayores  niveles de descentralización; y de las comunidades indígenas en el  norte, sur e Isla de Pascua. La activación de estas demandas ha  provocado una convergencia de intereses que confluyen en establecer  una nueva Constitución dado que la educación depende de una ley  orgánica constitucional, los derechos indígenas dependen del  reconocimiento de pueblos originarios, los mayores niveles de  descentralización que también dependen de la Constitución. Independiente del camino que se siga (y seguramente se seguirá con  ambos caminos—de crear una Comisión y de presiones desde la sociedad), la interrogante que a mi juicio resulta crucial resolver como  sociedad: ¿Qué modelo de democracia necesitamos para el país? ¿Aspiramos a un modelo que privilegia la libertad por sobre la igualdad?  ¿Aspiramos a un modelo que concibe la libertad como no interferencia o  uno que considera la libertad como no dominación? Entonces, así como  nos interrogamos sobre el modelo de desarrollo económico; así también  debiésemos preguntarnos sobre el modelo de democracia al que  aspiramos.

Sostengo que nuestro norte debiese ser construir una sociedad de  iguales—esto es, donde la política sea un espejo de nuestra sociedad y no de nuestra élite. Lo anterior requeriría redefinir el corazón de nuestro  sistema político y ello se llama Constitución. Porque a parecer, no es la  superación de la desigualdad económica la que permitirá una mayor  igualdad política; sino que por el contrario, es el generar condiciones de  igualdad política los que provocará mayor igualdad económica.  La tentación de cambiar las reglas del juego, no es una tentación; es  más bien una necesidad. Pero hoy, estamos ante un dilema. Un grupo de actores desea una Nueva Constitución. ¿Cómo propiciar una nueva  Constitución si es imposible bajo el actuar marco jurídico producir una?  Creo que la única solución es política. Se requiere de un acuerdo político  amplio, plural, inclusivo para propiciar una transformación.

Si una  mayoría suficiente de los partidos percibe que el actual status quo lo  perjudica, surgirá una solución política. Y las soluciones pueden ser cuatro: La primera, más probable, es que un grupo significativo de actores  políticos propicien una solución desde “arriba”. Una Comisión Presidencial, una comisión bicameral, una comisión de personas  notables que proponga un texto que luego sea ratificado por la ciudadanía. El problema de esta solución es su legitimidad. La segunda es una presión desde abajo, es que se empuje al sistema  político para que establezca una asamblea Constituyente. La solución  Colombiana de presión social para promover un cambio. Una intermedia sería que el Congreso aprobase una reforma  constitucional para crear la figura de la Asamblea Constituyente,  solución planteada por algunos abogados constitucionalistas.  Soluciones institucionales hay muchas, pero lo esencial, lo principal es  que la ley siempre se ajusta a la política y no a la inversa. Es la política  la que define la ley y no la ley a la política. Si aceptamos aquella  premisa, entonces concluiremos que el debate sobre la Nueva  Constitución es en esencia un problema político y no jurídico, por lo que  dependerá de la capacidad de quien resulte electo nuevo Presidente y  de la capacidad y fortaleza de la sociedad civil para demandar una  nueva Constitución generada en un proceso político más inclusivo y  donde puedan tener la oportunidad de participar.